x
post 1488x702

Crónica 71,

Tasmania - Un cielo con demonio

Ruta : Ruta de los Imperios | País : Tasmania

"No sé exactamente en qué momento del día llegaría Abel Tasman a la Tierra de Van Diemen, como este célebre navegante holandés la bautizó en 1.642 al desembarcar en su costa. Si fue a plena luz del día creo que sintió la maravillosa sensación que nos produjo a nosotros cuando al despertar por la mañana comenzamos a intuir la impresionante belleza de esta aislado universo al sur de Oceanía. Durante siglo y medio se creyó que este nuevo pedazo de continente era un apéndice colgando de Australia hacia la Antártida. Fue el intrépido marino Matthew Flinders quien, en 1.798, consiguió circunvalarla y demostrar que no se trataba de un istmo sino de una auténtica isla con una personalidad propia y única. Más adelante -en 1.857- fue rebautizada con el nombre de su descubridor, la tierra de Abel Tasman: Tasmania.

Desde que partimos de la bahía de Port Phillip, el mar nos ha estado acunando mimosamente. Nada que ver con las galernas que hicieron naufragar centenares de audaces barcos. Nuestra mirada está perdida en este infinito cúmulo de agua, la tranquilidad de las mismas nos ha permitido que nuestra memoria viaje en el tiempo.

Nuestra moderna nave atraca en el puerto de Davenport, la travesía ha tomado el nada despreciable tiempo de catorce horas pero el Espíritu de Tasmania permite que las horas se pasen volando. Es un buque espectacular con alojamiento en camarotes dobles, cuádruples, literas o butacas tipo avión según el presupuesto o gustos de cada pasajero. Centenares de vehículos pueden instalarse en su panza y en sus cubiertas nos encontramos con tiendas, agencia de viajes, información turística, gimnasio, una pequeña piscina climatizada, un minúsculo cine, salones, dos comedores, salas de juego, bares, discoteca, ... Nada que ver con la nave que llevó al resuelto Abel Tasman a estas costas. El recalaría con la inquietud que suscita lo desconocido, nosotros con el entusiasmo de haber podido llegar a esta ínsula que siempre nos llamó la atención por su nombre, situación y las lecturas sobre ella. El capitán Tasman navegaría con los víveres racionados con un rumbo improvisado, nosotros con una pensión completa en cantidad y calidad digna de elogio y con una meta portuaria bien determinada. Los marineros se encontraron con aborígenes, nosotros con un tremendo montaje de barreras y casetas de los funcionarios de la Cuarentena.

Extiendo un papel al primero de ellos que se acerca a nuestro recién desembarcado Montero.

-¿Ha leído el impreso? -nos interroga un hombre con gorra de plato y escudos en la camisa.

-Sí.

-¿Lo han entendido todo? ¿Lo necesita en otro idioma? -prosigue antes de recoger el papel que todavía sigue en mi mano tendida.

-Sí, está muy claro. No llevamos nada de lo mencionado. -Una cancioncilla pasa por mi cabeza: "ni siquiera un pedacito de salchichón para montar otro numerito, tararí, tarará". Casi se me escapa una sonrisa recordando nuestra estrambótica entrada a Australia por Perth. Mantengo el semblante sereno y serio, tal y como requiere la situación.

-¿Ni una sola fruta, ni miel, ni verduras ni nada? Con una simple manzana estaría usted violando la ley. Lo sabe, ¿verdad?

-No tenemos nada de nada. -El agente recoge el documento firmado y llama a un compañero que pasea a su can retozón por todos los vehículos y maletas.

De nuevo un perro especialmente adiestrado husmea por todos sitios en busca de mercancías prohibidas. Un impreso distribuido a bordo especifica todo lo que no se puede introducir en Tasmania: frutas, verduras, carne, semillas, productos derivados del huevo, de la leche fresca, miel, objetos de mimbre y paja y un largo etcétera. Hay que entregarlo firmado a los agentes para ratificar que no se transporta nada de ello. También avisan que si tras entregar la declaración se encuentra algo prohibido, la multa de entrada es de 100 dólares australianos (10.000 pts., 60 Euros, 55 US$) y luego se procedería a incrementarla según cada caso y estudiar si se lleva al "delincuente" a los tribunales para ser juzgado. La cuarentena para evitar la propagación de plagas en el medio ambiente y la fauna es muy seria incluso entre los distintos estados de Australia. Es un delito muy grave pero avisan por todas partes de los motivos de ello y las mercancías que no se pueden trasladar de un estado a otro bajo ningún concepto. No se puede alegar nunca el "no lo sabía".

Los tiempos han cambiado desde ese 1.642 pero la isla nos parece fascinante. Es evidente que se ha producido una deforestación muy grave en algunos lugares pero afortunadamente no es irreversible y todo parece indicar que las medidas tomadas -si se respetan- devolverá la superficie original a sus bosques. Desde hace dos decenios Tasmania figura en la escala mundial de protección al medio ambiente como el ejemplo a seguir por todos los países. Nos encontramos con decenas de Parques Naturales espectaculares y el mapa nos indica infinidad de lagos, cascadas, ríos, bosques enormes, playas despobladas, bahías desiertas, islotes con fauna autóctona como los pingüinos y reductos con los curiosos marsupiales o con los más misteriosos animales de la tierra: el ornitorrinco o los equidnas, ambos ovíparos y mamíferos simultáneamente.

Toda su fauna son producto de 50 millones de años aislados y sin ningún tipo de interrelación con los otros continentes, han sido 50 millones de años que han permitido que su fauna y flora gocen de una sorprendentemente larga e ininterrumpida evolución desde que se desprendió del macrocontinente Gondwana. Uno de los marsupiales -con muy mal carácter- es el representante de Tasmania, otro produce pesar y remordimiento a los lugareños por lo irreversible del caso.

Tasmania tiene una historia de amor y odios, de bellezas y monstruosidades. Nacida como un infierno ahora se sitúa muy cerca del cielo.

Tomamos contacto con la naturaleza desde el primer momento. Acampamos al borde de un río, en un claro del espeso bosque en el camino que emprendimos hacia Launceston, la capital del norte. La noche fue fría pero el día ha amanecido con ganas de disipar el gélido ambiente nocturno y la neblina que los rayos de sol provoca al evaporar el rocío matutino nos envuelve como un comité de bienvenida. Nos templamos con unas tostadas y un café con leche que nos preparamos al calor de nuestro incombustible infiernillo.

Launceston es el primer contacto con una urbe tasmana y nos calienta el ánimo con su arquitectura y espectacular entorno. Si esto es una ciudad, ¿cómo será la naturaleza? nos interrogamos con los ojos mutuamente. Los yates se mecen suavemente en el puerto bañado por las aguas del Tamar. Una colonia de patos sobrevolados por gaviotas surcan las aguas del embarcadero. Las fachadas de las casas de la colina no pueden ser más reveladoras de su pasado con sus grandes ventanales y barandas de hierro forjado con sobretechos que permiten pasar horas perdiendo la vista en el estuario del Tamar. Por él llegaron Flinders y Bass intentando demostrar que Tasmania era una isla. Poco después nació Patersonia, como la llamaron originalmente por su fundador oficial el teniente coronel William Paterson, convirtiéndose en la tercera ciudad creada en Australia tras Sydney y la capital oficial de Tasmania, Hobart.

Un murmullo nos desvía la atención dejando que la brisa se lleve las evocaciones en las que nuestra memoria se había perdido y nos acerca de nuevo a la naturaleza, que nos reclama rugiendo. Cuando pasamos por encima del puente el fragor se acrecienta y allí aparece la garganta por las que corren las aguas tumultuosas y frías del río South Esk que se precipitan ansiosas en el Tamar. Aparcamos el Montero y seguimos a pie por un sendero que nos conduce a través de un boscoso camino por sus entrañas. Las cataratas vapulean las rocas que encuentran en su camino y saltan sobre ellas en un ballet de estrellas brillantes, algodones atormentados y capas etéreas que caballeros invisibles agitan con parsimonia y hacen desaparecer por arte de magia. Los árboles, los arbustos, las flores se afianzan por las laderas de los acantilados que se convierten en muros verticales que encauzan el camino de sus aguas. Por encima de nuestras cabezas pasa una pareja en teleférico. Sí, también todo lo que recorremos a pie es posible divisarlo a vista de pájaro, de esos pájaros que han estado observándonos disimulados desde las ramas de sus hogares. El rumor de las aguas se va acallando en la misma medida que nos vamos alejando de Launceston, donde sus calles siguen rememorando el ambiente que casi dos siglos atrás vivieron sus primeros colonos.

DEL INFIERNO AL CIELO

Los campos están pletóricamente verdosos. Cientos de vacas y corderos saborean parsimoniosamente su suculento sustento con indiferencia, sabedores de su abundancia. La tierra es generosa en Tasmania cuando apenas unas gotas despiertan sus instintos germinadores. Pero eso ya lo sabían los aborígenes que quedaron aislados en esta prodigiosa isla hace 10.000 años, cuando tras el último período glacial las aguas subieron producto de la fundición de los hielos y separó definitivamente a Tasmania de Australia.

Los aborígenes de la tribu seminómada de los Mouheneer quedaron aquí aislados durante 10.000 años pero su hegemonía se terminó cuando los colonos ingleses desembarcaron y poco a poco se apropiaban del suelo para cultivarlo o convertirlo en pastos. Las tierras por las que tradicionalmente habían cazado a su antojo comenzaban a acotarse. Fue entonces cuando comenzaron las masacres, los aborígenes no aceptaban las vallas ni la propiedad privada del ganado que se paseaba por sus tierras y para los ingleses los aborígenes no eran más que unos animales más de la fauna tasmana que se podía matar sin reservas. Incluso, en 1.828, el gobernador Arthur proclamó una ley marcial que autorizaba a soldados y colonos arrestar o disparar sin restricciones a cualquier aborigen que se viese en terrenos colonizados.

Si el trato a los aborígenes en la Australia continental fue cruel, en Tasmania fue una tragedia inconmensurable, un genocidio concienzudo en todo su sentido literal. Las cifras ... escalofriantes. En 35 años, 4.000 aborígenes masacrados frente a los 183 europeos caídos. Fueron conceptuados como una plaga que había que exterminar. Incluso se realizó una tremenda batida con la "Black Line" -"Línea Negra"-, miles de colonos codo con codo, de un extremo a otro de la isla, avanzando con el efecto de una escoba de costa a costa, todos ellos armados con fusiles y disparando cuando avistaban a esos "seres negros" que sobraban. Tres semanas duró la cacería humana. No les exterminaron a todos pero los pocos que quedaron se ocultaron aterrorizados en los escondites más recónditos y fueron muriendo sin territorios de caza. Los capturados fueron trasladados a una reserva de la isla Flinders (al noreste de Tasmania) para ser "reeducados".

Los aborígenes comenzaron a morir sin reaccionar fruto de la desesperación, tristeza, falta de ganas de vivir, malnutrición, enfermedades, ... De los 135 indígenas desplazados a la isla tan solo 47 aborígenes originales sobrevivieron cuando llegó el día de su traslado a la reserva de Oyster Cove en 1.847. En 1.865 falleció el último varón de sangre aborigen pura; la última mujer -Truganini- subsistió en soledad hasta 1.876. Con su muerte, el pueblo de aborígenes de Tasmania había dejado de existir. Nació una nueva comunidad aborigen, un híbrido mezcla de razas y costumbres, europeas y aborígenes, que hoy en día constituye una comunidad de 6.500 personas asentadas principalmente en las islas Furneaux (noreste de Tasmania) pero que no pertenecen ni a un mundo ni al otro. Viven en su pequeño archipiélago, lejos de todo, recibiendo su pensión vitalicia y con pocas ganas de relacionarse con la "gran isla".

Tampoco muchos "blancos" salieron bien parados de su visita a la Tierra de Van Diemen. Los primeros asentamientos de la isla nacieron con la misma idea que la primera colonia australiana: servir de penal y confinar a los convictos expatriados de la isla británica. Pero a la Tierra de Van Diemen se enviaban a los más recalcitrantes, a los que estar confinados en la Australia continental no parecía impresionarles ni atenuaba su conducta. El trato de esos reclusos al llegar a las cárceles de la última frontera no tenía nada de humano y sus condiciones eran peor que los animales de cuadra. Los colonos y carceleros sabían que era un destino extremo en una tierra sin piedad, su comportamiento era de puro instinto y sin escrúpulos, nada importaba sino ellos mismos. El principio era que todo lo que molestaba tenía que ser erradicado, ya se tratase de bosques (para hacer pastos), animales (para proteger el ganado y cosechas) ... o seres humanos.

En 1.856 la deportación fue prohibida y deseosos de borrar la triste reputación y los escalofríos que producía el nombre de la Tierra de Van Diemen se decidió rebautizarla como Tasmania. Cual Ave Fénix, resurgió de sus cenizas y nació una nueva era. No podemos por menos que maravillarnos por el cambio de esa sociedad dura y brutal en unas pocas generaciones. Ahora los tasmanos son amantes incondicionales de la naturaleza, respetuosos con todas las culturas e inquietos por el conocimiento. Han convertido una apocalíptica isla penal en un Edén sin igual. Estamos rodeados de naturaleza virgen y de gente tan tranquila, amable y encantadora que se está convirtiendo en la etapa favorita por tierras australianas. Tan solo su negra historia la impide ser perfecta.

EL SUSPIRO DEL TIGRE

El final del período glacial que aisló esta porción de tierra no sólo relegó a los aborígenes a vivir con una frontera oceánica infranqueable sino que también la fauna se vio dividida. Había un marsupial depredador en Australia, tan sólo se salvaron los que quedaron relegados en Tasmania puesto que la llegada del dingo (descendientes asilvestrados de los perros traídos por navegantes polinesios hace 6.000 años) acabó con ellos al ser competidores en el mismo ecosistema. En Tasmania logró vivir en unión con su entorno siguiendo el ciclo de vida y muerte de su ecosistema natural, el mismo que la isla madre antes de la llegada del dingo. Pero miles de años después llegó el hombre blanco a Tasmania y tras instalarse se acusó a ese marsupial carnívoro y depredador de atacar al ganado. Se convirtieron en una molestia y comenzó la cuenta atrás. Sus días estaban contados. Se dio consigna de caza y exterminio ... y se consiguió.

Ese fue el triste final del tigre de Tasmania, un marsupial con cara de perro y hocico muy afilado; largas y potentes mandíbulas que podía abrir hasta los noventa grados y encajar como un cerrojo en sus feroces ataques. El tilacino -su verdadero nombre- no levantaba más de 45 centímetros del suelo y su pelaje era pardo con líneas negras tigresas que le hicieron merecedor del nombre popular: tigre de Tasmania. Se le persiguió hasta el último y cuando quisieron retractarse ya era tarde porque no sobrevivieron ni los ejemplares de los zoos, incapacitados para vivir en cautividad. El último de ellos expiró su último hálito en el zoo de Londres durante los años treinta.

Algunos biólogos suspiran con la idea y la secreta creencia que alguna pareja haya sobrevivido y se encuentre oculta allí donde el hombre todavía no ha conseguido llegar. En Tasmania, aunque parezca imposible, aún quedan lugares sin explorar en lo más profundo de los bosques. Todo indica que es una vana esperanza puesto que durante decenios no se ha encontrado ni la más mínima prueba consistente que alimente esa teoría. Pero como la esperanza es lo último que se pierde hay varios equipos científicos que trabajan en su búsqueda y otros que indagan el modo de "resucitarle" en laboratorio con los restos de algunos ejemplares muy bien conservados. Pobre tigre de Tasmania, por un pelo no llegó a los tiempos modernos de protección del medio ambiente y la fauna en peligro de extinción. Que rabia da que haya estado tan cerca de nosotros y se le haya exterminado porque "sobraba" en su propia tierra.

Estamos en el año 2.001, el primero del siglo XXI y del tercer milenio de nuestra Era. Todo ha cambiado en Tasmania. Es el anverso de la moneda, se ha vencido al maligno. La flora y fauna van muy por encima de los intereses particulares de los humanos. Su tierra se ha convertido en un santuario y su misión es mantener virgen lo inmaculado y recuperar lo mancillado. Pero no es un santuario preservado en una urna intocable, no. Es un templo de naturaleza para disfrutar, para vivirlo entre todos y para ello se basan en concienciar a los visitantes sobre lo que se recorre, en el respeto al medio ambiente y cómo comportarse con la fauna que pueda aparecer. Tienen un tesoro y en vez de clausurarlo a doble cerrojo mantienen el arca abierta a todo el mundo para que todos gocemos de esa riqueza. Tan solo piden que, al igual que haríamos con una figura de cristal que se deposita en nuestras manos, no se maltrate lo que tan generosamente permite la comunión de nuestros cinco sentidos con la madre tierra y sus criaturas.

La naturaleza se intercala con la herencia de los asentamientos coloniales, donde los convictos desempeñaron una labor crucial y siempre están presentes. Cuando en Campbell Town, un antiguo acuartelamiento, cruzamos el Puente Rojo construido por los convictos comenzamos a adentramos por las Midlands. Las vacas, los corderos de lana de primerísima calidad y la comercialización forestal son la base de su economía. Pero sus viejos edificios de piedra son el fruto de los trabajos forzados de los penados. En Oatlands el tribunal fue irónicamente construido por los presos y Ross expone con orgullo su puente, una delicada y concienzuda labor escultural de otro reo : Daniel Herbert. Supo trabajar de una forma excepcional la piedra y su buena conducta unida al bello trabajo en los 184 paneles que decoran los arcos del puente le sirvió para reducir su condena.

Hoteles, iglesias, edificios de correos, colegios y casitas de campo británicamente dispuestos y decorados son una postal de la campiña inglesa. Todo está en su sitio, ordenado, impoluto, el césped cuidadosamente homogéneo, los setos muy regulares, los arboles bien podados. Regresamos a Campbell Town para dirigirnos hacia la costa este.

-¿Por qué paras? -me dice Marián extrañada.

-Espera, es que me ha parecido leer ... hay un cartel que pone ... Espérame, voy a verlo. -Bajo del coche y desaparezco calle abajo.

-Era cierto, te vas a reír. Ven conmigo -invitándola a seguirme hasta donde me había desplazado a pie-. ¡Mira! -le digo esbozando una sonrisa.

Delante de la perfectamente conservada iglesia de piedra Brickhill Memorial de 1.880 hay un cartel que me llamó poderosamente la atención pero tenía que comprobarlo para estar seguro. Y efectivamente, lo ponía bien claro: "se alquila o vende soberbia iglesia de piedra de 130 metros cuadrados con cocina y baños". ¿Qué es esto?

Entramos a curiosear y nos topamos con una señora de Sydney cortando el césped. Ha decidido dejar el ajetreo de la gran ciudad y establecerse en este tranquilo entorno. La "iglesia" ha sido su elección, tan solo le queda retirar el cartel de "se vende". La ha comprado junto con los mil metros cuadrados de terreno y la antigua vivienda del clérigo, donde se ha instalado temporalmente en espera de acondicionar la propia iglesia como su casa y hogar permanente.

Nos explica la peculiaridad australiana de la puesta en venta de edificios religiosos históricos y nosotros le explicamos la sorpresa de ver el cartel y detenernos porque en Europa el clero nunca se desprende de sus edificios históricos completamente. Puede que alquilen o vendan tierras o incluso parte de sus dependencias pero siempre conservan la parte sacralizada.

-Pues si os extraña una casa-iglesia, entonces os voy a sorprender todavía más al deciros el uso anterior a mi compra: ¡era un pub! -nos dice justo antes de poner nosotros cara de incredulidad-.

-¿De veras?

-Sí, sí. Mira, ahí está el rótulo que colgaba a la entrada -señala un hermoso óvalo de metal decorado a la antigua-. El nombre del disco-bar -prosigue- era "The Church". ¿Acaso podían llamarlo de otro modo? Pasar, os voy a enseñar el interior.

El interior de la iglesia está en tan perfecto estado como el exterior pero adaptado a su uso lúdico. Las instalaciones están todavía montadas: cocina y servicios en lo que fue la sacristía. Vemos los focos que resaltaban las vidrieras de vivos colores formando resplandecientes mosaicos con santos y escenas bíblicas. El órgano sigue en la parte superior pero su planta había sido convertida en la terraza interna elevada con vista panorámica. La barra está situada en lo que antaño fue el altar. Visualizamos imaginariamente el vino sagrado sustituido todo tipo de bebidas alcohólicas fuertes y sus combinados mientras los clientes oían música disco y bailando. ¡Todo tan insólito! No hay sacrilegio alguno porque ha sido desacralizada cuando se puso originalmente en venta pero es sorprendente cuando uno lo ve por primera vez y se imagina la escena.

DEMONIOS CARA A CARA

Encaminados definitivamente nuestros pasos hacia la costa este de la isla, rumbo a Bicheno, donde Cármen González de Amezúa -tan protectora y pendiente de nosotros desde su cargo de cónsul de España en Melbourne - nos ha preparado una visita para hacer una alto entre españoles mientras recorremos Tasmania. El atardecer se aproxima a pasos agigantados, instante en el cual la fauna marsupial -predominantemente nocturna- comienza a movilizarse para buscar la cena (o el desayuno, según se mire, porque acaban de despertarse). Es el momento de extremar las precauciones al volante y agudizar la vista para evitar que ningún tipo de animalillo acabe entre las ruedas de nuestro vehículo. Vamos lentos, disfrutando del paisaje tras una escueta visita al lago Leake del parque nacional Douglas Apsley. Por la velocidad pausada no se levanta demasiado polvo cuando freno en seco sin aspavientos.

-¡El demonio, es el demonio! -anuncio a voces a Marián señalando el margen derecho de la pista. Es cierto que el demonio se le aparece a uno cuando menos se lo espera.

-¡Es verdad, no me lo puedo creer! -bajamos del coche apresuradamente sin ni siquiera coger el equipo de fotografía o vídeo. De todos es sabido que el demonio es muy rápido en sus actos. Yo llego antes a su altura puesto que ya ha alcanzado el margen izquierdo al terminar de cruzar.

-Aquí está, ven, corre. Está parado, lo tengo a un metro.

-¿Te ha hecho "eso" con los dientes? -me pregunta Marián al llegar a mi altura y tenerlo prácticamente al alcance de la mano.

-Claro que sí, ahora mismo. Mira, ya verás como lo hace otra vez -y avanzo la mano hacia él. El demonio abre sus sonrosadas fauces para mostrar sus dientes amenazadores mientras emite un sonido desafiante.- Demonios cara a cara, ¿eh? -prosigo con una sonrisa de diablillo.

Estábamos realmente frente a un demonio, el demonio de Tasmania. Famoso por los dibujos animados de la Warner Brothers pero con un aspecto totalmente diferente al remolino demoledor que nos traen los tiernos recuerdos de la infancia televisiva. Si el tigre de Tasmania es el marsupial que produce pesar y remordimiento a los tasmanos, el demonio de Tasmania es su marsupial característico. Tan solo existe en Tasmania y, al igual que el tilacino, con el aislamiento de Tasmania hace diez millones de años unos ejemplares quedaron en la gran isla y otros en la pequeña. Los de la gran isla desaparecieron, posiblemente también debido a los dingos ya que ambos eran carnívoros y competidores, pero los de la isla pequeña -Tasmania- siguieron tan campantes con su vida habitual.

Ahí tenemos enfurruñado a ese pequeño carnívoro, un animalito peludo, negro y con una franja blanca. El "eso con los dientes" a lo que se refería Marián era su actitud típica con todo lo que se mueve. Es un bichillo con un genio de mil demonios, siempre malhumorado y agresivo que se pasa la vida enseñando su poblada y afilada dentadura al tiempo que gruñe emitiendo su característico sonido amenazador. Es su pose favorita . Pues a pesar de su mal humor me hizo una especial ilusión, el animal emblemático de la isla apareció sorpresivamente y de la nada para darnos -a su manera- la bienvenida. Quedamos encantados con el inesperado encuentro. La noche consigue ocultarlo en la espesa jungla por la que se escabulle apresuradamente. Nosotros también tenemos una cita para cenar pero con una pareja con un humor y encanto que nada tiene que ver con el pequeño demonio.

Javier y Arancha nos esperan para cenar. Esta pareja lleva casi media vida viviendo por estas latitudes australes. Aún recuerda Arancha, divertida, cuando intentó beberse una cerveza en un bar australiano en los años 60, recién llegada de San Sebastián y cómo la camarera le espetaba en un inglés, todavía entonces incomprensible para ella, que aquel lugar era sólo para hombres. Ha llovido mucho desde entonces y todo ha cambiado. Javier, por su parte, es un explorador incombustible que se conoce bien a fondo los territorios del norte y dejó reflejado sus interesantes conocimientos en un libro cuidadosamente documentado y hermosamente ilustrado. En Papua Nueva Guinea, durante los años 70, consiguió explorar lugares donde el hombre blanco no había puesto nunca el pie. Arancha recuerda con estremecimiento lo tremendamente delgado que regresó tras esa arriesgada empresa a la que se aventuró con un grupo de indígenas con los que retornó tan exhausto como satisfecho.

Charlamos hora tras hora al calor de la chimenea y de una buena botella de vino australiano. Al día siguiente Javier nos enseña los alrededores y nos lleva hasta un lugar repleto de conchas que había servido de asentamiento a un clan de aborígenes. El día está radiante pero sopla un fuerte viento y Javier nos comenta que los más jóvenes gustan de aprovechar esas olas para practicar uno de los deportes bandera australianos: el surf.

Han sido tan solo dos días con ellos pero cuando nos despedimos de Arancha y Javier sentimos como si nos despidiéramos de unos amigos de toda la vida por la similitud de inquietudes y pensamientos. Su acogida fue desde el primer momento cariñosa y entrañable y no nos extraña que se hayan instalado definitivamente en este lugar tremendamente bello. Su propio terreno tiene salida directa al mar y desde los grandes ventanales del salón se disfruta permanentemente de las incomparables vistas al océano y de los delfines que tienen el buen gusto de pasear por esta costa. Viven en un lugar único y se nota que son felices.

Los radiantes días que han iluminado hasta ahora nuestros pasos por Tasmania han dado paso a una espesa nubosidad grisácea y amenazadora. La costa tasmana ha perdido brillantez porque el disco solar se ha negado a iluminarla pero no ha perdido la fuerza que la caracteriza. Cuando nos paramos en algunas de las curvas que nos acercan a Port Arthur es increíble comprobar la furia con la que de nuevo el mar golpea sin descanso los acantilados del litoral.

Nos impresionó cómo el mar ha moldeado los acantilados de la Gran Carretera del Océano pero la costa tasmana no se queda atrás en las sacudidas que recibe. De nuevo el efecto indomable del mar salvaje ha penetrado en la tierra. Su atracción fatal le empuja sobre esa tierra que no para de desafiarle para comprobar hasta donde es capaz de llegar por ella. De nuevo le moldea arcos y las gargantas abiertas parecen susurrarle "¿eres capaz de hacer algo mejor?". Y el mar siempre acepta el reto e incansablemente consigue apoderarse de ella un poco más. Sigue avanzando con ese ruido estremecedor y violento que desencadenan sus lacayas las olas sobre los protectores acantilados que la tierra ha colocado para defenderla. Espuma, mucha espuma, la espuma lo inunda todo en cada nueva y pasional embestida por conseguir penetrar en esa tierra provocadora.

Un regusto salado me invade el paladar cuando me mojo los labios mientras me muevo por el temido penal de Porth Arthur. El lugar parece una finca de la campiña inglesa pero cuando el gobernador Arthur eligió en 1870 este enclave para encerrar a los presos reincidentes sabía muy bien lo que hacía. Los menos de 100 metros de tierra que unían el istmo con la isla eran perfectos para levantar lo que el consideró una prisión natural. Fuera de esa salida estaba tan solo el mar para los hipotéticos fugados, un mar frío, violento y con peligrosos escualos. Durante 47 años unos 12.500 condenados pasaron por sus muros. Muchos de ellos auténticos criminales, otros simples desheredados sociales que había que desterrar de una Inglaterra que quería quitarse problemas de encima.

Port Arthur se convirtió en una ciudad-prisión. Sobreviven los restos de la iglesia con sus nichos individuales para impedir la interrelación entre presos durante los oficios, los bloques de celdas de aislamiento, de las fábricas donde elaboraban productos como clavos, zapatos, ladrillos. El aserradero, los astilleros, hasta minas de carbón, ... siguen en pie como viejos fantasmas donde las almas de los condenados siguen cautivas. Los habitantes de Porth Arthur creen que son las almas en pena las que provocan una serie de extraños fenómenos a los que no son capaces de dar explicación. Las agencias de viajes han sabido sacarle partido a las historias "parapsicológicas" que corren de boca en boca creando espectáculos nocturnos macabros que parecen satisfacer a los que disfrutan con las historias de miedo.

Marián prefiere repasar la historia a la luz del día y con los pies sobre la tierra que tragarse un episodio en vivo de supuestos fenómenos paranormales a los cuales no es para nada adicta. Preferimos compartir la velada nocturna con gente real de carne y hueso que nos recibirían mejor que los espíritus atormentados de convictos desterrados.

Mª José y Esteban, junto con su hijo Javier, nos esperaban impacientes en Hobart, la capital. Fue la segunda visita española que nos preparó la infatigable Carmen desde Melbourne. Esta simpatiquísima pareja de biólogos, de vocación y profesión, estaban ansiosos por recibir españoles. "Hace tanto tiempo que no recibimos españoles en casa que os vamos a secuestrar", nos dice un dicharachero Esteban que nos abraza y nos introduce en su casa nada más llegar. Hace diez años que le propusieron la posibilidad de irse a Tasmania para formar parte de la prestigiosa comisión de estudios de recursos marinos antárticos "Comission for the Conservation of Antartic Marine Living Resources". Fue designado para el puesto y como el tiempo pasa volando ... ahora están a punto de concluir una década desde que llegó y deben regresar a España. Tienen el corazón dividido porque aman Tasmania, aman una tierra en la que han vivido algunos de los años más felices de sus vidas, una tierra que le ha proporcionado momentos que nunca podrán olvidar.

Nosotros tampoco podremos olvidar a estas dos parejas españolas que nos han acogido tan entrañablemente, quién nos iba a decir que íbamos a encontrar tan lejos de casa a unos compatriotas tan acogedores.

PASEANDO POR SALAMANCA

La historia australiana es corta. No hace falta remontarse muchos siglos atrás para rememorar sus episodios históricos. Pero Hobart, la capital, se hace merecedora de ostentar el pasado colonial más antiguo de Tasmania. Aunque comenzó siendo un montón de tiendas y cabañas en 1.803 con 262 habitantes -de los cuales 178 eran convictos- en unos años se convirtió en una verdadera ciudad con edificios de estilo inglés clásico donde el puerto tenía concentrada la actividad de la población: construcción naval, comercio de ballenas y exportación de cereales y de lana de los borregos merinos.

Nos sumergirnos en la corriente de la gente que deambula por el cautivador mercado semanal de la Plaza de Salamanca... ¿Salamanca? No resulta extraño encontrar nombres españoles en el Sur de América, tiene su razón de ser pero ... ¿en Tasmania? Pues sí, la plaza mas popular y conocida de Tasmania es Salamanca Place, por una batalla librada en la ciudad española en 1.812. España es cada vez un recuerdo más y más lejano, cada vez más diluido entre la realidad que vivimos día a día en un camino que nos ha llevado al otro extremo del planeta. Ya han pasado dos años y medio desde que cruzamos los Pirineos un soleado primero de junio del año 1.999.

Los almacenes de gres al estilo georgiano que arrostran la plaza sirven cada sábado de telón de fondo al entretenido mercado semanal. Las piezas de madera de pino de Huon, un árbol muy apreciado utilizado para la construcción naval y la ebanistería exclusivo de la isla, han sido talladas para dar forma a relojes, marcos, ceniceros o pimenteros. Los sombreros de piel de canguro o cocodrilo no faltan en ninguna de las sombrererías ambulantes. Un montón de peluches reproducen a su diablo de Tasmania en todos los tamaños aunque con su pelo negro, boquita rosada abierta, cara de malo y enseñando dos dientecillos blancos parece el cachorro malcriado del lobo feroz que tan infructuosamente acosó a Caperucita Roja.

La música en todas sus expresiones flota por cualquier rincón del mercadillo ... una mujer arranca una bellas notas a un arpa que acaricia dulcemente. Un grupo de jazz nos deleita y reciben vítores junto al pub irlandés Murphy’s. Unas calles más abajo un grupo peruano despierta pasiones con música andina mientras unos niños de no más de tres años bailan a su alrededor capturados por el ritmo. Cuando terminan su actuación dicen "thank you very much y mucha gracias, por si hay alguien que hable español". Ya creo que los hay y hasta han tenido el placer exclusivo de ser de los pocos que han entendido la letra de sus bellas canciones.

Las vietnamitas hmong -¡cuánto tiempo sin verlos!- se encargan de vender verduras y frutas mientras unas parejas de una academia de baile captan las miradas y detienen los pasos de los paseantes con sus complicados pasos de foxtrot. Pues de eso se compone la población australiana, de emigrantes de todo el mundo, principalmente ingleses e irlandeses, seguido de italianos, de griegos, chinos, vietnamitas, malayos, indonesios, españoles, ... hasta de Sudamérica, como los ecuatorianos nostálgicos que nos encontramos mientras nos preparábamos una barbacoa en uno de sus muchos emplazamientos públicos al borde de ríos y lagos.

Pasear por el mercado de Hobart es como pasearse por un mundo en miniatura. Tras los edificios de la animada plaza nos paseamos por el parque de San David. El parque contiene las lápidas de los primeros colonos de aquellos que voluntariamente -o huyendo de algo- pusieron por primera vez los pies en la isla. Tras ellos muchos otros han seguido viendo por primera y última la luz en los doscientos años de existencia de la bella capital. Entre ellos el famoso galán de la década de los 40, Errol Flyn que nació en Hobart a principios de siglo, el primer tasmano que se convirtió en una estrella de Hollywood pero acabó sus días al otro lado del Pacífico. Un Pacífico que por todo el sur de la isla les proporciona unas posibilidades de pesca envidiables.

DE LAS ENTRAÑAS DE LA TIERRA

Si hay algo que caracteriza el oeste de Tasmania son sus tesoros naturales pero hay que equiparse muy bien contra el frío y la lluvia para lanzarse a un trekking por el bosque. Insisten hasta la saciedad para que dejes constancia a los Rangers de cuándo y por dónde vas a llevarlo a la práctica. Los accidentes por la climatología o el encuentro con alguna serpiente incómoda por la presencia humana podría producir tragedias con un final irreparable. Hay zonas incluso por las que nunca ha llegado a introducirse nadie. Desde las orillas del lago más profundo de Australia -el lago St. Clair- parten muchos caminos de senderismo que pueden incluso unir puntos como el Monte Cradle en su vertiente norte. El bosque tropical húmedo reúne un cúmulo de atractivos naturales como lagos con aguas glaciales, gargantas profundas, picos recortados como agujas que el sol no se digna a visitar. Apenas un día claro entre diez y de los nueve que quedan ... siete serán lluviosos. El nombre de bosque tropical húmedo no se le ha dado arbitrariamente. Los refugios diseminados por el parque darán buen cobijo a las frías marchas emprendidas, algunas de ellas -para los más curtidos- de hasta varias semanas y como cualquier tipo de fogata está estrictamente prohibida ... hay que ir bien equipado por si no se alcanza el refugio o está completo.

Pero este entorno salvaje, ahora muy protegido, ha visto peligrada su existencia en algunas zonas debido a la explotación forestal, la construcción de embalses o por la explotación minera. Los ecologistas se han preocupado en defenderlos a capa y espada y parece que han sido oídos.

Oro verde en la corteza, oro amarillo en las entrañas. El resplandeciente metal dorado descubierto le dio unos buenos zarpazos a una tierra que todavía conserva las cicatrices de su intensa explotación minera. Cuando cruzamos el lago Burbury una sinuosa carretera nos muestra la fisonomía desnuda de la tierra. Curva tras curva brotan las cicatrices ocres y rojizas de un terreno desposeído del oro y cobre que atesoraba en su interior, hemos llegado a la ciudad minera de Queenstown. En veinte años desaparecieron quemadas en los altos hornos de las minas 3 millones de toneladas de madera que habían cubierto una tierra ahora descarnada pero sobre la que se comienza a atisbar el fruto de la reforestación.

Las fotos antiguas de los mineros dan una idea de lo que fue pero lo que más nos impresionó fue el manuscrito del capataz de una mina que escribía a la gerencia: "La sopa, la leche y el té han llegado en buenas condiciones pero si vamos a estar aquí abajo mucho más tiempo necesitaríamos algo más como galletas, queso o sándwichs. Los hombres tienen hambre y algunos comienzan a sentirse bastante mal. ¿No nos podrían dar una idea de cuanto tiempo más vamos a estar aquí?". Es un escrito que lo dice todo. No creo que haga falta añadir nada más. Queenstown, ruda y salvaje al nacer se nos muestra ante nuestros ojos ordenadita, limpia y con algunos edificios coloniales realmente hermosos.

Strahan era el puerto encargado de enviar por mar los tesoros que habían arrancado al suelo pues el acceso por tierra hasta la zona era inexistente en aquellos tiempos. Hoy en día Strahan es otro pueblo romántico y entrañable con cuidada arquitectura colonial donde dan ganas de languidecer sin reloj ni calendario.

Y en medio de la bahía de Macquaire, la isla de Sara, peñasco rocoso fortificado donde se confinaban los convictos más peligrosos de la primera época de Tasmania. La furia de los convictos era descargada en los trabajos forzados durante los cuales les obligaban a cortar pinos para construir barcos y muebles. Esta temida penitenciaria se cerró cuando abrió el enorme complejo carcelario de Port Arthur y ahora es tan solo destino de oleadas de barcos con turistas en pantalón corto.

Dunas, ¡también hay dunas en Tasmania! Las dunas de Henty, cuando ponemos rumbo al pequeño pueblo de Zeehan, nos muestran sus lomos apelmazados por la fuerte borrasca que se ha desplomado sobre ellas. No se trata del Sahara porque no ocupan una gran extensión frente al Océano Índico pero su encajonamiento entre los bosques y el intenso azul de las aguas marinas lo hace único. Los treinta metros de la duna más alta nos obliga a esforzar nuestras piernas para que asciendan por su empinada pendiente. La lluvia ha cesado, el viento no. Pero a pesar del empeño del vendaval no consigue levantar ni una sola partícula de arena. Es la primera vez en nuestras vidas que las dunas son más fuertes que los soplidos de Eolo y no nos martiriza con las perdigonadas de los granitos de arena.

Si a las colinas de Queenstown le fueron despojando de su oro y cobre, Zeehan ocultaba plata y plomo. La nueva Silver City era un hervidero de gente que llenaban sus 26 hoteles, el Grand Hotel es la prueba viviente del esplendor que gozó la ciudad junto al Teatro Gaiety que podía reunir hasta 1.000 espectadores. Espectadores que consumían sus pingües beneficios bajo los focos de la representaciones teatrales. De nuevo la tormenta irrumpe en Zeehan convirtiéndole en una villa fantasma que oculta a sus habitantes tras las paredes de sus caldeados hogares.

Esa noche hizo frío, mucho frío. Pero en Tasmania ya rizan el rizo con sus áreas de descanso públicas, nos encontramos con la mejor de toda nuestra ruta australiana. Prácticamente era una casa de piedra pero con porciones de muro abiertas, servicios completos, electricidad, bancos y mesa de madera tipo picnic, barbacoa gratuita de gas y chimeneas. ¡Chimeneas de piedra protegidas de los vientos y techada! No podíamos dar crédito a nuestros ojos, auténticas chimeneas. Era como un refugio de montaña pero sin ventanas y con grandes puertas abiertas. Fue muy fácil encontrar kilos y kilos de ramas muertas en el bosque que nos circundaba. Ni la lluvia ni el frío nos importaba, el fuego danzaba ante nosotros calentándonos mientras saboreábamos unas sopas bien calentitas. Abrazados ante la hoguera en un noche espesa solo éramos iluminados por el resplandor de las brasas mientras oíamos música tranquila y leíamos un libro saboreando un buen chocolate caliente. No daban ganas de irse a dormir, teníamos leña y así estuvimos hasta altas horas de la madrugada, cuando el sueño nos venció y nos desplazamos a la orilla de un río para acampar separados de la carretera general.

Cuando llegamos a la costa norte el viento había empujado la borrasca hacia el interior y ya nos permite disfrutar de una radiante jornada. El mar vuelve a ser azul, el cielo retoma sus tonos celestes, la hierba resplandece con su brillante esmeralda. Por fin el viento consiguió arrancar ese horrible manto grisáceo que lo emborronaba todo.

Desde el centenario faro de la Table Cape, en Wynyard, disfrutamos de la fiesta de color con la que nos emborrachábamos gracias a un inmenso campo de tulipanes que la tierra ha tenido el gusto de parir con la esmerada ayuda del hombre. Miramos nuevamente el faro e instintivamente al inmenso océano. Nos dice claramente que hay otro faro que nos está llamando y como las sirenas de Ulises ... imposible no caer bajo su hechizo. Esa nueva luz proviene de un punto a miles y miles de kilómetros, en otro continente, en un país llamado Chile, en un puerto bautizado con el sugerente nombre de Valparaíso. Hemos de regresar a Devonport, el Espíritu de Tasmania nos espera.

LA ÚLTIMA MIRADA

Enlatamos nuestro Mitsubishi Montero al poco de regresar a Melbourne. De nuevo solos sin hogar, sin la protección de sus cajas fuertes para nuestros equipos, sin montura, separados de nuestro fiel amigo. Yo mismo supervisé bajo la lluvia la operación de amarre del Ceuta-2.000 dentro de un triste y abollado conteiner de chapa. Las nubes seguían llorando. Un precinto metálico numerado sella el portón nada más sumergir a nuestro camarada en la oscuridad más absoluta. Nos quedamos con él hasta que un gigantesco camión se acopla al remolque y lo hace desaparecer para más de un mes. Nos veremos en América compañero.

Carmen sigue siendo nuestro ángel protector en Melbourne y nos instala en su casa con todo nuestro material. Nos invita a cenar y nos reímos todos juntos cuando me regaña repetidamente por permitir que una "niña" como Marián esté en un fregado como la Ruta de los Imperios, repleto de peligros e incertidumbres. Brinda por un exitoso final de ruta a través de nuestro último continente y nosotros brindamos por ella y su desbordante hospitalidad y ayuda. Mañana partimos en la "Rosa de Chelsea".

Un gigantesco Boeing 747-400 de la British Airways tiene un cordón umbilical unido a la terminal del aeropuerto de Melbourne. El espectro del terrible 11 de septiembre sigue tan vivo como si fuese hoy el día después a esa trágica fecha. Justo antes de subir al Rosa de Chelsea nos someten a un registro de equipaje de mano como pocas veces he visto en mi vida. Pasta dentrífica testada, perfumes olidos, botes de spray pulsados, bolígrafos accionados, ... y todos los ordenadores portátiles debían de ser iniciados para probar su funcionamiento. Aunque la organización terrorista Al-Qaeda y el tenebroso régimen talibán afgano están ya difuntos todavía se teme la posibilidad de algún acto esporádico y aislado perpetrado por individuos que desfiguran a los verdaderos musulmanes y siguen una patética rama del Islam que practica los sacrificios humanos en sus rituales.

Nada sospechoso en los cientos de pasajeros inspeccionados con lupa. Somos los últimos en embarcar. Nuestro abultado equipaje de mano lo configura un sinfín de tecnología y material: dos ordenadores portátiles, la grabadora de Cd-Rom Hewlett Packard, el teléfono satélite Inmarsat Ibérica, la cámara digital Olympus, el equipo de fotografía para diapositivas, el equipo de vídeo así como decenas de cintas de vídeo y más de un centenar de carretes de diapositivas que tienen que llegar a España. Todo es revisado y pasa el control sin problemas. Caminamos por la pasarela y nos adentramos en nuestra Rosa. Un tripulante nos indica que nuestros sitios están ubicados en la planta superior, la British Airways ha vuelto a tener la deferencia de instalarnos en su particular mansión de confort: la clase Club World.

Tras meses de acampadas nos resulta extremadamente atractivo vernos rodeados de comodidades, atenciones y lujo y más aún cuando recibimos la agradable sorpresa de constatar que desde la última vez que viajamos con la British Airways -hace un año desde Islamabad- la espectacular clase Club World ha seguido progresando y está siendo renovada en sus aviones. La han hecho todavía más ostentosa con butacas envolventes independientes, emparejadas cara a cara y con regulaciones insospechadas hasta convertirse en cama. El resto de nuestra vivencia áulica es deliciosamente gastronómica y tecnológica con monitores independientes de alta resolución, 12 canales de audio, 17 canales de programas de vídeos de todo tipo y películas -que devoramos tras tanta abstinencia-, mando a distancia, teléfono satélite individual en cada butaca y un sin fin de gadgets para el confort. Para nosotros es un Palacio de las Mil y Una Noches volante.

Los pitidos del pasillo telescópico indican que éste se ha desenganchado y se aleja de la aeronave. Los motores rugen, comenzamos a movernos. Recordamos la pregunta de Carmen, nómada por su carrera diplomática: "vosotros que habéis estado en tantos sitios, ¿cuál es el mejor sitio para sentirse a gusto y seguro en una vida sedentaria?". Casi a coro la contestamos: "estás en ese lugar". Y era cierto, mientras las ruedas giran y el morro tatuado con "Chelsea Rose" se alinea con las trazos discontinuos del centro de la pista de despegue pensamos en Australia y en la deliciosa experiencia que hemos vivido.

Tiene lugares de espléndida belleza pero no es el lugar más bello e insólito que hemos recorrido -podríamos citar decenas de lugares más espectaculares- pero sí donde más a gusto, cómodos y seguros nos hemos sentido. Durante los meses dedicados a esta etapa hemos llegado a conocer lo más importante del país y ya hemos hablado muy seriamente de regresar ... pero no para ver y ver más cosas sino para vivirlo y sentirlo más profundamente, sorbo a sorbo, gota a gota. Ser nómadas por un continente sin fronteras, saltando de una estación a otra, viviendo el ecosistema que apetezca en ese momento, respirar paz y tranquilidad al calor de las fogatas en el outback, en playas, montañas, junglas, lagos o ríos. Estar lejos de los problemas tan acuciantes que padece el agobiante occidente. Visitar de nuevo sus estupendas bibliotecas -donde tantas y tantas horas hemos pasado trabajando y navegando por internet-, recibir los buenos días y adioses de auténticos desconocidos que te sonríen y saludan por el simple hecho de cruzarse contigo. Las charlas en campamentos donde todo el mundo parece conocerse tras intercambiar tres palabras. Queremos regresar para un nomadismo de un año o más, quizás la contestación que le dimos a Carmen se aplique algún día a nosotros y sea el lugar para hacerse sedentario ... o eterno nómada, como hacen muchos australianos.

No es un objetivo inmediato porque nuestra vida post-expedición va a requerir varios años para poner todo en orden y también tenemos en la "carpeta de regresos" la otra parte del globo que más nos ha maravillado por su cultura, naturaleza y sobre todo por sus gentes: la ruta Siria, Turquía, Irán, Paquistán y Ladakh. Junto con la vivencia australiana, son las dos rutas que sabemos que se repetirán. Parte de nuestras almas se han anclado en esos lugares y hemos de retornar para reunificar nuestro "Yo" espiritual y vivir en paz con nosotros mismos.

Se inicia la carrera de despegue. Nos cogemos de la mano, nos miramos a los ojos y luego desviamos la mirada hacia la ventanilla. Australia pasa por ella a una velocidad vertiginosa hasta que una inclinación apunta esta flecha de acero hacia el firmamento y la tierra desaparece. Hasta la vista querida Australia, nos volveremos a ver linda Tasmania. No cambiéis nunca amigas.

Resto de crónicas de la ruta

Acerca de los expedicionarios

about

Te presentamos a tus compañeros de viaje

Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.