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Crónica 16,

La Novia del Océano (Mozambique)

Ruta : Ruta Confines de Africa | País : Mozambique

Hacía meses, desde que partimos de Angola, que no oíamos el meloso y suave acento portugués. Esa entonación envuelve todas las ventanillas por la que vamos pasando mientras sellamos nuestros documentos y emiten el visado mozambiqueño. Esta nueva frontera es muy activa pero al mismo tiempo tranquila y ordenada… pero fue poner una rueda en la carretera que nos conducía a la capital, Maputo, y la tranquilidad y orden de la burocracia fronteriza se torno en una carrera atropellada por demostrar quien podía cometer la mayor insensatez y tropelía al volante.

Para empezar la velocidad de los conductores era suicida como si alguien les hubiera cortado los cables del freno y no pudieran controlar los vehículos. Los adelantamientos eran de infarto, con escaso espacio para maniobrar y evitar que colisionáramos unos contra otros… hasta que ese fatídico momento se materializó kilómetros después, cuando un suicida adelantamiento de un camión hizo que una furgoneta se estampase contra él. El impresionante accidente de tráfico genera el caos durante un buen tramo y nos deja muy mal cuerpo. Era la primera vez que sentíamos esa inseguridad viaria tras muchos meses moviéndonos por África Austral.

Otro ingrediente “especial” lo aportaban las famosas ”chapas” (minibuses colectivos), con sus inesperados y bruscos frenazos en seco cuando menos lo esperábamos para bajar o recoger a los pasajeros al borde del camino, sin olvidar que... seguimos conduciendo por la izquierda. A diferencia de Angola, que también ha sido colonia portuguesa durante más de cuatrocientos años, Mozambique no ha elegido el lado europeo de conducción, ha adoptado por la conducción a la izquierda bajo la influencia de sus vecinos, que heredaron esa costumbre de sus colonos sajones.

La bahía de Delagoa acoge en su seno a la histórica ciudad de Maputo, antaño Lourenço Marques. A pesar de haber transcurrido 17 años desde que se firmaron los acuerdos de paz podemos comprobar lo lentamente que avanza la reconstrucción del país. A través de los edificios que configuran la fisonomía de la capital vamos a ir pasando las páginas que escribieron su historia a través de los siglos y conocer un poco más su pasado y presente. El recuerdo de los casi quinientos años de presencia portuguesa se hace patente cuando nos acercamos a la flamante Estación de Tren y la Casa del Ferro (ambas diseñadas por el estudio de Gustav Eiffel, el famoso diseñador y constructor de la mundialmente conocida torre parisina), el Ayuntamiento o el Museo de Historia Natural también atrae nuestra atención y nos sigue refrescando la memoria. Con los horribles edificios al más puro estilo soviético, mamotretos de hormigón que envejecen decrépitamente, verificamos otro episodio de un pasado más reciente que está marcando su presente y futuro.

Pero el sabor puramente africano, como siempre, nos los proporcionan los improvisados y bulliciosos mercados que, para el Ministerio de Sanidad, debe ser como los agujeros negros del Universo: un misterio insondable. Seguimos recorriendo calles con nombres tan familiares como Calle de Vladimir Lenin, Calle de Mao Zedong (Mao Tse Tung), Plaza de Robert Mugabe…. que pone de manifiesto la ideología que reina por estos lares desde las últimas décadas. Además de los sonoros nombres, las calles están amenizadas por socavones mutantes… sí, van mutando a las más variadas y sorprendentes formas y tamaños. El servicio de limpieza actúa con bastante laxitud mientras el típico caos de los mercados callejeros continúa invadiendo la atmósfera. Pero cuando se pone el sol, la ciudad se silencia y las calles no son nada seguras, se nos aconseja tomar las máximas precauciones si hemos de desplazarnos tras el ocaso. Eso no impide que la animada vida nocturna de Maputo sea legendaria por sus locales donde la música jazz, afro y brasileña se fusionan de un modo singular.

Los sólidos cimientos de su fortaleza todavía se encuentran presentes en la ciudad, durante siglos defendieron esta bahía que ahora resulta atractiva por sus playas de arena blanca. Y son las aguas que acarician tenazmente sus playas las que marcaran el ritmo de nuestras próximas jornadas por la costa mozambiqueña.

Aunque Mozambique posee un interior fascinante, la verdad es que es un país que siempre ha centrado su vida mirando al mar, como una novia enamorada que sólo tiene ojos para su amante. La mayor parte de su población se ha instalado en su franja costera, las mayores ciudades se encuentran bañadas por el océano Índico y hasta su incipiente mercado turístico lo están encaminando hacia sus espectaculares playas. Estas mismas aguas depositaron en las orillas de su costa a comerciantes árabes, navegantes y exploradores portugueses… que fueron dejando en el transcurso de los siglos su legado.

Cuando el explorador portugués Vasco de Gama arribó a la costa Mozambique en el siglo XV, allá por el año 1498, y tuvo un primer contacto con sus pobladores los encontró tan acogedores y amables que denominó la zona con el nombre “terra da boa gente”, tierra de la buena gente. Durante el transcurso del siglo XX, casi quinientos años después, portugueses y mozambiqueños se enfrentaron en una horrible guerra para luchar por su Independencia para, una vez conseguida, precipitarse hacia una espantosa y fratricida guerra civil. La paz de 1992 marcó el fin de casi 30 años de guerras.

Cuando dejamos Maputo seguimos el ritmo marcado por una ruta perfilada por su sugerente y frondosa costa donde las acacias y mopanes nos señalan el camino durante cientos de kilómetros hasta que un espectacular mar de cocoteros impregna, con sus vigorosas palmeras verdes, la ruta por la que nos deslizamos. El canal de Mozambique crea penetrantes y sugestivas ensenadas donde los pescadores arriban con sus canoas. Sus fuertes y robustos brazos reflejan las duras jornadas que han dedicado a izar y arriar las redes que no siempre se han llenado de peces. Cuando nos ven acercarnos sus resplandecientes sonrisas iluminan sus rostros y nos saludan y hacen gestos para que nos acerquemos a sus barcazas.

El tráfico con adelantamientos suicidas que encontramos el primer día cuando cruzamos la frontera se ha esfumado gracias a que ha descendido drásticamente la circulación de vehículos, tan solo hemos de estar pendientes de las imprevisibles “chapas”, furgonetas que hacen las funciones de transporte público. Pero no hay que relajarse, esta sugerente ruta va a contar con la presencia de dos condicionantes. Por un lado evitar que la policía nos parase para ponernos alguna multa inventando cualquier excusa (redondean el escaso sueldo que cobran con multas ficticias) y por otro lado sortear los boquetes de aquellos tramos de la carretera que aún no han rehabilitado.

El primer punto es peliagudo porque la policía mozambiqueña tiene fama de ir a la caza del extranjero y eso nos puede poner las cosas difíciles durante nuestro avance teniendo en cuenta los miles de kilómetros que tenemos que recorrer por este gran país. Los radares se han convertido en la “estrella” de las carreteras del sur y, apostados estratégicamente, esperan pacientes que los conductores cometan el más mínimo desliz apretando el acelerador. Como pescadores en una laguna repleta de peces, los policías sólo tienen que esperar a que vayan “mordiendo” y así, alternando las multas verdaderas con las “perdonadas” con una mordida, van embolsando buenos fajos de billetes. Como son “rádares de pistola” no hay recurso posible porque no hay prueba fehaciente de la infracción, es el agente el que dice que se iba a una velocidad o a otra y no hay nada que debatir. Eso hacía que mientras recorríamos el sur, siempre que hubiese tráfico, intentásemos ir detrás de vehículos que enmascarasen nuestro vehículo, que desde lejos se vislumbraba que era extranjero. Con esa táctica nos libramos de todos los controles.

Por otro lado, la carretera que bordea la costa está en su gran parte recientemente asfaltada y en la mayoría de los tramos ya se han pintado las rayas. Pedro todavía quedan algunos tramos por repasar, que nos obsequian con un variado muestrario de amenazadores socavones y maltrechos arcenes que parecen haber sido arrancados a bocados. Mozambique tiene 801.590 km2 y cada vez que nos trasladamos de un punto a otro puede suponer cientos de kilómetros, no eran raras las jornadas de más de 500 kilómetros.

Por fin llegamos a Inhambane, uno de los asentamientos más antiguos de Mozambique y que nos cautivó nada más llegar con sus vistas, puerto, calles sosegadas y edificios coloniales bien mantenidos. A los comerciantes árabes les sirvió de escala desde el siglo XI y cuando se establecieron los portugueses, se convirtió en un puerto de máxima importancia para el comercio del marfil y la trata de esclavos. Con la abolición de la esclavitud a finales del s. XIX la ciudad entró en decadencia. En este apacible rincón de la costa podemos percibir la mezcolanza de sus orígenes. Nos tropezamos con su pasado y presente musulmán en sus diminutas mezquitas y, por la costanera, cuando vemos las velas de las tradicionales embarcaciones árabes, “dhows”, blandidas por la brisa del Índico. El recuerdo portugués lo encontramos en la vieja catedral y las casitas coloniales levantadas por amplias avenidas llenas de árboles de henchidas copas que proporcionan una reconfortante sombra en la estación calurosa. Los niños se zambullen revoltosamente en las orillas de la playa mientras sus padres recogen las velas de sus viejas embarcaciones y sus madres terminan de acarrear sobre sus cabezas los barreños de la colada.

Unos 20 Km. después, la pequeña península que forman las playas de Tofo y Barra, son un delicioso paraje junto a humildes poblados de aldeanos que sobreviven vendiendo con paciencia el fruto de sus huertos (tomates, pepinos, lechugas), los frutos del mar como gambas y pescados y recuerdos elaborados con madera. Al hablar portugués se simplifica la comunicación y podemos hacernos con las provisiones necesarias para la cena.

Las mareas en esta zona del mundo producen un espectáculo sorprendente. El mar apenas deja un pequeño sendero en la playa para pasear en el momento que la marea está más alta. Pero cuando inicia su descenso, las arenas que el agua había cubierto asfixiantemente horas antes comienzan a emerger y recuperar el terreno perdido formando un entrelazado mosaico de jirones de arena y agua que con las luces del atardecer forman una paleta de colores amarillos, rojizos y morados impresionantes. Este hermoso espectáculo lo contemplábamos cada día que permanecimos acampados en la playa que alberga la aldea de Tofo.

La playa de Barra, su vecina al otro lado de la península, carece de la presencia de aldeas y nos adentramos por un litoral repleto de calas de arena fina y palmeras. Tras la paz, el privilegiado enclave se está convirtiendo en el gran atractivo turístico de la zona y se están levantando a marchas forzadas toda una serie de atractivos complejos que quieren convertirse en los impulsadores económicos de toda la zona. Ya se trate de palafitos sobre la playa o cabañas de estilo tradicional, todas con las comodidades de los tiempos modernos, se convertirá en breve en uno de los puntos claves del naciente turismo mozambiqueño, con la gran ventaja de tener la acogedora y romántica Inhambane muy cerca.

Para llegar a Vilankulos hemos recorrido una etapa de 300 agotadores kilómetros pero que nos ha situado en otro idílico rincón ubicado frente al privilegiado Archipiélago de Bazaruto, un enclave no en balde conocido como las Islas del Paraíso. Así pues, tras establecer un nuevo campamento nos duchamos, cambiamos de ropa y al atardecer nos sentamos perezosamente sobre la arena de la playa mientras el viento sopla sobre unas altivas puntas de flecha que apuntan al cielo y las hacen fluir sobre el océano. Son las velas de los "dhows", la herencia marinera de los antiguos árabes que sigue estando presente sobre las aguas del Índico para hacernos sentir en un lugar especial mientras contemplamos los últimos destellos del sol sobre las serenas aguas del océano.

Pero hasta aquí es donde llegan la mayoría de los viajeros que comienzan a interesarse por Mozambique. A partir de ahora comenzaremos nuestro ascenso hacia el centro y norte del país por donde pocos viajeros se dejan ver. Kilómetro a kilómetro comprobamos que las obras de reasfaltado están centradas en los ejes principales del país pero los ejes secundarios siguen siendo pistas polvorientas de tierra intensamente roja que en los tramos más secos nos origina una espesa estela de polvo que se va colando poco a poco por cada recoveco de nuestro vehículo y se van posando sobre nuestros cuerpos. Mientras conversamos nos vamos dando cuenta como nuestra boca está cada vez más pastosa y nuestros dientes rechinan de vez en cuando. El polvo es como un espectro maldito que irrumpe impunemente en nuestro habitáculo de cuatro ruedas de forma implacable y palpable.

Pero el impertinente polvo se vuelve un mal menor cuando debemos evitar transitar por pistas minadas. A pesar del tiempo transcurrido desde que acabó la guerra no debemos olvidar que, durante los decenios de contiendas bélicas, el país se sembró millones de minas antipersonales y, según la ONU, todavía quedan más de tres millones de minas enterradas. La falta de infraestructura hospitalaria en las zonas rurales, áreas que prácticamente configuran al país, tiene como resultado la muerte de muchas personas que no pueden ser atendidas inmediatamente tras producirse la explosión aún cuando consiguen sobrevivir a la misma. Un drama real y cotidiano. Por ello nos advierten de no tomar pistas secundarias donde su seguridad sea dudosa.

Alcanzar Beira desde Vilankulos fue una dura etapa de más de 500 kilómetros que nos permitió seguir comprobando lo intensamente rural y pobre que es Mozambique. Pero cuando entras en la segunda ciudad más importante del país, Beira, que cuenta con el puerto comercial más activo de Mozambique, la conmoción visual aún resulta más impactante. Para empezar nadie suele hacerse centenares de kilómetros de carretera para acercarse a ella y… lo entendemos. La mayoría de los visitantes que vienen a Mozambique sólo llegan hasta las playas de Vilankulos, en el sur. Pero si bien Beira posee una interminable y atractiva playa, cuando empiezas a transitar por algunas de sus calles y ves muchos de sus edificios, parece que la guerra todavía no ha terminado.

Pero tampoco puedes mirar mucho tiempo seguido los edificios ajados porque hay que estar muy pendientes de los horribles socavones de sus calles, que más que desperfectos parecen cráteres lunares. Algunas empresas y bancos han comprado edificios coloniales y los han restaurado pero da la impresión que el ayuntamiento se desentiende de la ciudad... ¡y es la segunda ciudad más importante de Mozambique y su principal puerto! No es difícil imaginar a donde va a parar la ingente cantidad de dinero en impuestos que genera el puerto y las grandes empresas que aquí se han establecido.

Si a todo esto se suma que la ciudad tiene fama de ser uno de los lugares del país donde más fácilmente se puede contraer malaria, el combinado es explosivo. La profilaxis de la malaria (con Lariam en nuestro caso pero hay otros tratamientos) es algo imprescindible cuando uno de mueve largas temporadas por algunas de las zonas de máxima incidencia de esta terrible enfermedad infecciosa causada por la picadura de la hembra del mosquito anofeles, que introduce un parásito en la sangre que puede llegar a causar la muerte.

Bordeando la costanera nos llama la atención un siniestro y enorme edificio, lo que antaño fue un distinguido y frecuentado hotel de lujo frente al mar ahora no es más que un espectro macabro del pasado colonial castigado por el paso del tiempo, el salitre y el más absoluto abandono. Abandonado precipitadamente por los portugueses nada más ver la inmediata e irreversible independencia de Mozambique en 1.975 se sumió en el abandono total y lleva decenios habitado por “okupas”. Por las ventanas de sus antiguas elegantes habitaciones se puede ver la colada tendida y la vegetación que crece entre las grietas de sus mugrientos muros. Al caer el sol se comienza a vislumbrar por las ventanas sin vidrios las titubeantes llamas de las fogatas que iluminan sus noches sin electricidad y que atemperan la fría humedad costera. Da escalofríos.

Antiguas villas coloniales portuguesas se extienden por la costa hasta el puerto, arropadas por anchas avenidas cuajadas de hermosos jacarandás y flamboyanes, y algunas de ellas han tenido la suerte de ser restauradas o recuperadas por ricos empresarios o miembros del partido. Si las instituciones se preocupasen de adecentar la ciudad podría… dentro de algunos años, empezar atraer visitantes. Pero por el momento ese es un sueño muy, muy lejano. Si las tres ciudades más importantes del país tienen el aspecto que tienen, no es de extrañar que el resto del país este compuesto de pequeños y humildes poblados donde la gente sobrevive del campo, de la pesca o buscándose la vida con lo que salga.

Son numerosos los cursos de agua que, como tentáculos, recorren la geografía del país, sus cursos y afluentes van generando a sus orillas escenas cotidianas intemporales. Niñas y mujeres que golpean sobre las rocas, con vehemencia y contundentes sacudidas, las deslucidas prendas de los miembros de sus numerosas familias para luego tenderlas sobre la hierba. Es duro ver a las mujeres cargadas con gigantescos barreños de ropa lavada sobre sus cabezas, al tiempo que cuelgan de sus espaldas sus bebes somnolientos por el vaivén de la marcha... bajo la inmisericorde canícula provocada por el fogoso sol.

Muchos de los numerosos cursos de ríos que sorteamos son superados por puentes que alcanzan su máximo exponente cuando nos vemos obligados a cruzar el legendario río Zambeze en Caia. Un flamante puente de 5 Km., financiado por la Unión Europea, va a ser inaugurado en dos semanas. Seremos de los últimos en tener que enlazar los dos tramos de la carretera nacional mediante el servicio de barcazas militares que el ejército ha dispuesto desde hace decenios para superar el Zambeze en este tramo. Era un servicio bien organizado pero muy lento porque tan solo hay dos barcazas en las que apenas entraban cuatro o cinco coches.

Una vez a bordo, mientras la plataforma flotante lucha contra la implacable corriente del río Zambeze en su último tramo antes de desembocar en el Índico, observamos la imponente obra de ingeniería que tantos puestos de trabajo ha generado y que unirá el norte y el sur de Mozambique.

Lo que resulta evidente es que el norte recibe muchas menos inversiones que el sur, de ello es testigo la red de comunicaciones, que nos pone a prueba tras Mocuba, una pesadilla donde se entremezclaban tramos de pista con tramos de asfalto abandonado, su denominador común: los tremendos socavones, que con la lluvia se habían convertido en pozas de profundidad misteriosa que rezumaban barro cada vez que nos metíamos en una de ellas.

Los ciclistas que llevan a sus espaldas sacos de carbón vegetal y los vendedores ambulantes que por el camino se colocan en medio de la carretera ofreciéndonos bolsas de anacardos o peri-peri (pequeños pimientos muy picantes) son más numerosos que los vehículos que nos vamos cruzando. A medida que nos acercamos a Nampula, la tercera ciudad más grande del país, comienzan a emerger unas imponentes formaciones graníticas que irrumpen abruptamente por el paisaje mesetario de bosques bajos que recorremos.

El aspecto de las calles de Nampula no resulta tan decadente como el de Beira o Maputo. Y desde ella solo nos restan 148 kilómetros para alcanzar nuestro deseado objetivo, la remota Isla de Mozambique. Sin duda alguna, esta dura etapa de 700 kilómetros por la Mozambique profunda ha merecido la pena para alcanzar esta lejana pero renombrada Isla.

Tan sólo nueve años después de haber desembarcado Vasco de Gama de camino a las Indias orientales, Isla Mozambique se convirtió en un asentamiento portugués de primera importancia y con el tiempo alcanzó el estatus de capital del África Oriental Portuguesa hasta finales del s.XIX. La construcción de barcos y el comercio fueron las actividades que la convirtieron en una próspera ciudad.

La “ciudad de piedra” es el corazón de esta pequeña isla que tiende su cordón umbilical al continente por medio de un pequeño y estrecho puente que se construyó en el año 1967. Durante tres kilómetros y medio nos obliga a desplazarnos sobre una estrecha plataforma que se encuentra a poco más de seis metros sobre el nivel del mar. Su ancho sólo permite el tránsito de un vehículo, por eso se ha habilitado cada 500 metros una especie de balcón que permite apartarse cuando se encuentran dos vehículos de frente en ese largo puente. Nuestro vehículo tiene el ancho justo para traspasar la barrera que impide que entren vehículos más grandes y pesados.

Penetramos por el extremo sur de la vetusta isla y mientras recorremos sus escasos tres kilómetros y medio podemos constatar que la isla, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1.991, tiene un gran potencial aunque todavía queda mucho por hacer.

Sus calles son una yincana de boquetes, polvo y grietas y son pocos los edificios que han sido restaurados, algunos han sido reconvertidos en pensiones y el resto en diferentes estados de abandono pero toda la isla, a pesar de su estado, posee un encanto irresistible. Es precisamente su falta de infraestructuras lo que no le permite vivir del turismo y sus pobladores siguen viviendo del mar y del comercio. Conociendo Zanzíbar, declarada Patrimonio cultural de la Humanidad en el 2.000, es imposible no rememorar esta atractiva isla tanzana cuando nos paseamos por las calles de la pequeña Isla Mozambique. Salvando la diferencia de tamaño, no cabe duda que será una futura Zanzíbar en miniatura cuando se invierta en ella lo suficiente para rescatar sus históricos edificios y calzadas. Pero la recuperación de su esplendor pasado hará que su población se vuelque en el turismo, perdiendo parte de su identidad, como ha ocurrido en la mítica e impecable Zanzíbar. Por el momento, aunque con muchos edificios abandonados y algunos desmoronados, sigue conservando ese genuino sabor añejo donde el tiempo parece haberse detenido.

Nos aproximamos a algunos de sus históricos edificios y deslizamos suavemente nuestros dedos sobre sus centenarias columnas pero constatamos que las caricias del tiempo no han sido tan consideradas y las han arañado con rabia. Sus uñas han desgarrado su piel pero también sus entrañas y los muros con enormes grietas lloran en silencio, confiando que su restauración llegue antes de su último hálito de resistencia, momento que irremediablemente provocará que se desplomen convirtiéndose en un montón de escombros, como alguno de los edificios vecinos.

Seguimos ascendiendo por sus calles de poniente y comenzamos a ver como las cabezas de los hombres se cubren con pequeños gorritos blancos, nos encontramos en el barrio musulmán y enseguida alcanzamos la mezquita de verdes muros, herencia de los árabes llegados siglos atrás. Serpenteando por otras callejuelas estrechas vamos descubriendo las impolutas iglesias católicas de blancas fachadas. Incluso cuentan con un templo hindú, tan discreto que sólo es posible identificarlo por el símbolo de Shiva en su entrada, obra de los emigrantes indios que llegaron desde Goa (India).

El rojizo y distinguido palacio de Sao Paulo, erigido en el año 1610 para alojar al gobernador, ha sido impecablemente restaurado y frente a él se levanta una estatua de Vasco de Gama mirando hacia el océano que le trajo hasta este remoto lugar. Alcanzamos el extremo norte de la isla donde se alza el indestructible fuerte de Sao Sebastiao, la fortaleza más antigua del África subsahariana y que sigue defendiéndose de su mayor enemigo: el paso del tiempo. Bajando por las calles de oriente, nos encontramos con una estatua a Luis Vaz de Camoes, (contemporáneo de Cervantes) y uno de los poetas más ilustres y aventureros de Portugal. No en balde, su obra principal “Os Lusiadas” es un poema que se centra en el descubrimiento de la ruta marítima a La India por el explorador Vasco de Gama. Su estatua parece no quitar ojo a la Iglesia de San Antonio, que se yergue en un saliente del extremo sur de la Isla.

A los pies de la Iglesia de Santo Antonio, un día a la semana se despliega un colorido y bullicioso pequeño mercado. Un mercado que no desprende caos. Mientras avanzamos por sus pasillos no sentimos el agobio ni los empujones de muchos de los mercados que ya hemos vivido en África. Todo el mundo parece poner cuidado en no tropezarse con los demás transeúntes y los vendedores anuncian su mercancía sin necesidad de los infernales gritos que al final te aturden. Hay una gran actividad y las mercancías se desplazan rápidamente pero nada produce desasosiego. Verduras y frutas de vivos colores incitan a ser compradas. Nos acercamos a un puesto y compramos los ingredientes necesarios para, esta misma noche, hacernos una gran ensalada y concluir la cena con una buena macedonia de frutas macerada en el vino rosado sudafricano que reservamos para los momentos de tranquilidad.

Cerca del mercado, ya en la playa, los pescadores del barrio arreglan sus redes. Mientras nuestros pies descalzos son salpicados por el agua de las olas que rompen en la orilla, los pescadores nos miran y sonríen pero al instante reemprenden sus faenas. Resulta muy reconfortante no sentirse un intruso en estos recónditos pueblos costeros. Podemos pararnos juntos a ellos mientras reparan sus redes, descargan la pesca, reparan canoas... Los niños son más revoltosos y al vernos comienzan con gritos y "posturitas de Kung Fu" para que nos fijemos en ellos pero si no se les hace caso se aplacan enseguida y simplemente se entretienen observándonos y cuchicheando.

Como cada atardecer en Isla Mozambique, nos detenemos para mirar fijamente el horizonte, el sol riela sobre la lengua de océano que nos separa del continente creando una autopista de fuego. El espectáculo es soberbio pero son... ¡¡las cinco menos cinco de la tarde!! Cuesta creerse que la luz solar se extinga antes de las cinco. En Isla Mozambique hemos llegado al atardecer más temprano de toda la Ruta Confines de África. Y como avanzamos hacia el invierno, cada día es más corto, factor agravado al llevar semanas desplazándonos hacia el este. Los días tan enjutos nos obligan a ajustar la expedición a ese horario solar tan limitado. Pero una cosa nos anima, a partir de Isla Mozambique la ruta avanzará inexorablemente hacia el oeste, haciendo que cada día sea más largo. Hemos calculado con el GPS a qué hora se podrá el sol cuando lleguemos a la occidental Walvis Bay en Namibia, punto final de nuestra larga ruta, y nos sale... ¡¡puesta de sol 1 hora y media más tarde que en Isla Mozambique!! Eso anima a cualquiera.

Isla Mozambique nos ha obligado a repetir una etapa de 600 kilómetros (entre los cuales se encuentran algunos tramos horrorosos de socavones, chapa ondulada y polvo) pero sin duda alguna nos ha merecido la pena alcanzar este lejano y singular enclave y conocer ese trocito intemporal de Mozambique declarado Patrimonio de la Humanidad.

De nuevo nuestro espíritu y nuestro rumbo se dirigen a un nuevo entorno: Malawi. Un pequeño país cuya vida también gira marcada por el ritmo de las olas, pero esta vez son olas de agua dulce, las de su colosal lago, casi un mar apresado en el corazón de África.

Resto de crónicas de la ruta

Acerca de los expedicionarios

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Te presentamos a tus compañeros de viaje

Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.