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Crónica 20,

Georgia II - Templos entre almenas

Ruta : Ruta de los Imperios | País : Georgia

VIEJOS DICTADORES ENTRE IGLESIAS SUPERVIVIENTES

Gori, aparece ante nosotros con su fortaleza medieval, Goristsikhe, controlando la ciudad donde nació Stalin. Un museo y una gigantesca estatua con su inconfundible imagen, aun lo recuerda, aunque esos recuerdos no sean muy gratos. Stalin, junto con su mano derecha Beria (también georgiano y jefe de la KGB), fueron los que más violenta represión ejercieron sobre esta tierra y "eliminaron" los sueños independentistas de sus propios compatriotas. La historia es muy larga y realmente dramática pero en vez de arrasar esos recuerdos, cuando por fin han logrado la ansiada independencia, lo han convertido en una atracción para los visitantes y una fuente de ingresos.

Nuestro avance prosigue por las frondosas montañas y llegamos a la preciosa iglesia de Samtavisi justo al anochecer. La portera que se encargaba de su cuidado estaba cerrando el gran portón de madera de la muralla exterior del recinto sagrado con una gruesa cadena. Miramos a través de la verja de hierro y contemplamos el gran terreno en el interior de las altas murallas, en cuyo centro se levantaba la espectacular iglesia.

La guardiana siente curiosidad sobre nuestro país de origen, profesiones, como hemos llegado y una infinidad más de cosas que se iba haciendo entender por gestos. Tras 15 minutos se nos ocurre pedirle permiso para que nos dejase entrar con nuestro todo terreno dentro de las murallas para pernoctar. ¿No os importa quedaros encerrados? Nos pregunta. No, tenemos de todo en el vehículo y dormimos en la tienda que se despliega en el techo. La hospitalidad georgiana sigue estando presente y nos abre el portón, entramos y nos desea una feliz noche. Pero la cosa no se para ahí, a los 10 minutos vuelve, nos da pan y se disculpa de no poder traer más cosas porque todo está cerrado y su casa está muy lejos. ¿Qué podemos decir anta tanta amabilidad?

El pesado portón vuelve a chirriar y vuelve echar la llave con nosotros dentro. Se despide hasta mañana. Establecimos nuestro campamento cuando la oscuridad era total, tan sólo un tenue resplandor se apreciaba a través del ventanal del interior de la iglesia, eran los cirios encendidos que todavía tenían llama. El silencio de la noche tan sólo fue roto por la interminable serenata de los perros de la ciudad, que perpetuaban sin descanso sus ladridos como un eco infinito.

Una noche más nos dormimos a la sombra de otra construcción que resistió el embite de la era soviética. Samtavisi (s.XI) destaca por el minucioso y exquisito trabajo esculpido en la fachada este de su sólida estructura, en su interior los frescos son más sencillos que los de sus compañeros de Mtskheta. Alrededor se dispersan algunas tumbas que permanecen cavadas bajo un césped que les arropa desde finales del siglo pasado.

La antigua capital de Georgia, Mtskheta, ahora a tan sólo unas decenas de kilómetros de la actual capital, Tbilisi, cuenta con una monjas ortodoxas que cuidan de la pequeña iglesia de Samtravo. En el cementerio contiguo al santuario, unas señoras almorzaban alrededor de la tumba del padre Gabriel. Nos explicaron en alemán que actualmente dicho padre, fallecido en 1.995, está pendiente de beatificación, su sangre esta sometida a estudio pues todavía no coagula tras su muerte. Nos ofrecieron pan, fruta y un vaso de vino, se hizo un brindis y tras beber medio vaso todos esparcieron el resto por encima de su tumba. Hacemos lo mismo siguiendo el ritual pero sin comprender todavía el significado. Luego nos explican que es como símbolo de compartir con el difunto un brindis y al mismo tiempo su bendición..

En la catedral de Svetitskhoveli, se vivía una agitada jornada repleta de bodas. Dentro de sus murallas los prelados ortodoxos repartían bendiciones. Con sus largas barbas y cabellos canosos junto a sus vistosas túnicas de vivos colores y brillantes destellos les hacía parecer magos encantados. Entramos en ella y compramos un pequeño recuerdo que cuando nos disponíamos a pagar nos dijo la vendedora que no hacía falta, nos indicaba que el señor que acababa de marcharse lo había hecho por nosotros, y se marchó sin decirnos nada. Increíble. No será la única prueba de improvisada generosidad. Nos han llegado hasta a pagar la cuenta de una comida sin mediar palabra. Algo así como "¿Cuánto es? Y respondernos la encargada: Nada, unos señores que acaban de irse ya lo han pagado." No hay viajeros individuales y llegamos a la conclusión que todos los georgianos transforman a los viajeros en huéspedes de su país, pero no quieren hacerlo como persona independiente sino como pueblo. Nos imaginamos que por eso actúan de esa forma tan anónima.

Los días siguen siendo cálidos y soleados. Subimos hasta el privilegiado enclave del templo de Jvari, a 12 km de Myskheta, erigido en el lugar donde el rey Mirian al final de su reinado, mandó construir una cruz de madera. Entre los siglos s.VI-VII se erigió el actual templo, sobrio, de piedra con discretos iconos religiosos y muchas velas de cera de abeja iluminando tenuemente su pequeño interior, donde se alojaba un crucifijo de madera. Un par de monjes, con sus largas túnicas negras y sus largas barbas, que parecen una continuación de su indumentaria, atienden por un lado el pequeño puesto de venta de velas y estampitas religiosas. Por otro lado, otro monje atiende a un anciano, pobre y con sus facultades perturbadas, el anciano no hace más que darles las gracias y besarle las manos. El monje le abraza y hace que le acompañe a un pequeño cuarto contiguo al altar para darle algo de comer. Un grupo de quinceañeros entra a rezar, no paran de tirarse fotos y encender velas.

La vista desde Jvari es impresionante, el río Mtskheta se rompe en dos gruesos brazos mientras uno de ellos vira para envolver a la ciudad. Otra leyenda religiosa cuenta que entre las paredes de su catedral se aloja la camisa que llevó Jesucristo. Las historias y leyendas religiosas por Georgia se prodigan tanto como lo hacen las innumerables edificaciones religiosas que siembran todo el país.

UN CURA HACIENDO AUTOSTOP

Nos incorporamos de nuevo a la carretera nacional. Nos acercamos a los pies del Cáucaso, rumbo hacia Ananauri. Un sacerdote hace autostop en el arcén de la carretera. Paramos y le preguntamos hacia donde se dirige, sigue nuestro mismo camino. Se viene con nosotros.

El padre Neófito no habla inglés, tan sólo conoce algunas expresiones y palabras sueltas, pero se hace entender estupendamente y es muy divertido y risueño. Nos explica que está siguiendo una ruta de misas por diferentes iglesias de la región y que ahora se reunía con su mujer y sus hijos en Pasanauri, 20 km después de Ananauri. Se hizo sacerdote hace tan sólo dos años y cambió su nombre laico de Zura por el de Neófito. Nos mencionó la existencia de un hotel en esta ciudad, aunque no conocía sus condiciones porque toda la economía se había hundido tras la perestroika y el país llevaba años intentando levantarse. No sentía ninguna simpatía por la era soviética, como casi todos los georgianos, pero piensa que la "transición" ha sido hecha de un modo desastroso y ha hundido al país. Fábricas, empresas, comercios, ... cayeron como hojas en otoño.

Realmente no hacía falta que nos lo dijese, desde que entramos éramos testigos directos de fábricas en ruina, centrales eléctricas cerradas, carreteras sin una simple reparación desde hacía años (¿a dónde va todo el dinero que recaudan en la aduana como tasa de circulación por carretera?), edificios de oficinas tapiados, la chapa ondulada era la dueña de las reparaciones improvisadas de edificios, los cristales rotos se sustituyen por plásticos o directamente por planchas de madera, todo lo que era metálico estaba oxidado y muchas torres de alta tensión parecen que van a desmoronarse, encontrábamos postes de la luz con sus cables cortados y caídos, etc. Los georgianos ven un presente muy negro (en la etapa soviética había mucha represión pero disfrutaban de una economía más o menos saneada) pero están orgullosos de haber retomado las riendas de su destino y ven un futuro esperanzador. Nos dijeron en varias ocasiones: "trabajamos duro para que nuestros hijos tengan un país maravilloso, para nosotros ya es tarde". Es terrible oír estas afirmaciones, pero a la vez resulta alentador.

Llegamos a Pasanauri, nos desviamos hacia el hotel y descubrimos que la triste realidad era que estaba cerrado a cal y canto y casi en estado de ruina. Tenía que haber sido saqueado tras su cierre porque no tenía ni las ventanas.

-¡Perestroika! -Nos dice riendo- Vamos a mi casa, está tan solo a 20 km. - Se hace entender con gestos.

Acabamos en su casa. Allí estaban su mujer Elizabeta y sus pequeños Saba y Salomé, pasaban los meses de verano en este pequeño apartamento familiar de montaña y el resto del año vivían en Tbilisi. Los cortes de luz están a la orden del día y cuando llegamos nos encontramos con ese problema, así como con el agua cortada. ¡Perestroika! Nos vuelve a decir mientras se ríe y nos contagia la risa.

Durante la cena, a la luz de las velas, de nuevo volvimos a vivir la tradición de los brindis. Sacó el vodka, como ocurre siempre, así que adujimos la "úlcera fantasma" para decirle que no podíamos beber algo tan fuerte (por motivos médicos nunca vuelven a insistir y quedamos bien) Sacó vino para nosotros y el atacó al vodka. Un brindis seguía a otro, al tiempo que pronunciaba los brindis-discurso y nos bendecía. Probamos un plato típico: una especie de ravioli gigante relleno de carne hervida con especias (jinkali) y que se comía con las manos. Era realmente curioso ver como en este país se mezclan las costumbres cristianas, las rusas y las musulmanas de todos los vecinos que le rodean. Nos querían ofrecer su dormitorio pero eso ya era demasiado, levantamos la Inesca en el techo de nuestro todo terreno y dormimos a las puertas de su casa, oyendo el rugir del torrente que pasaba a tan solo 30 metros.

Por la mañana, tras el desayuno, amasó, dio forma, imprimió con sellos las figuras de Jesús y la Virgen María y horneo en la cocina pequeños panes que iban a servir en las misas que hoy tenía que impartir.

Con su bolsa repleta de panecillos salimos rumbo a Ananauri. ¡Una patrulla de policía nos hace el gesto de parar y el agente agita su porra luminosa mientras pita con todas sus fuerzas! Nos pilló totalmente por sorpresa y con un pasajero en el coche. Me hago el loco, como que no oía los pitidos y miro al padre Neófito e intento iniciar una conversación. Éste me sonríe, me dice que siga, saluda desde su ventana a los agentes que no paran de pitar, acto seguido me hace el signo internacional de OK y se hace entender con gestos: "han visto el coche extranjero y querrían sacar unos dólares". Veo que nos entendemos en todo. Lo de saltarnos los controles de la policía es algo que llevamos fatal, son momentos muy tensos que nos ponen los nervios a flor de piel. Cruzamos siempre los dedos para que no pase nada. Ya nos hemos saltado unos 10 controles.

Pero el tiempo ha cambiado drásticamente. Toda la noche estuvo lloviendo sin parar y el día amaneció horriblemente gris. Pero esto no nubló el impresionante aspecto de la iglesia de Ananauri, una auténtica fortaleza medieval del s.XVII. En su interior el párroco estaba preparando la misa de la mañana y nos presenta. El clérigo nos enseña todo el recinto mientras el padre Neófito le deja unos pocos panes al tiempo que comienza a esparcir incienso con el botafumeiro y emprende cánticos ortodoxos. Se tenía que ir, agradecimos inmensamente la hospitalidad de Neófito y tras bendecirnos desde la puerta, desapareció.

¿NUNCA LLUEVE EN EL DESIERTO?

Poco después comenzó a llover torrencialmente, a partir de este día el barro era el protagonista indiscutible de nuestro avance, junto a una inquietante niebla. No podían ambientar más este enclave medieval que cuentan, vivió muchas tragedias sangrientas tan abundantes en la época feudal. El interior de la iglesia fortificada está cubierto de frescos que en la época soviética vieron como eran ocultos por una gruesa capa de yeso para borrar su presencia religiosa. Han limpiado dos pequeñas porciones para demostrar lo que se oculta tras el manto blanco pero no quieren limpiar más por miedo a deteriorarlos, no hay fondos para emprender ese trabajo con garantías. ¿Cuánto tiempo más seguirán en su cárcel de argamasa?

Cuando la lluvia se apaciguó emprendimos nuestro camino hacia Alaverdi, por una pista que serpenteaba entre montañas y espesos bosques. La pista era infernal, tremendamente pedregosa y con muchas curvas, el barro dificultaba nuestro avance pues a veces provocaba derrapes. Fueron varias las veces que tuvimos que utilizar el blocante del diferencial trasero para vencer al barro que nos inmovilizó. En algunos tramos nos cruzamos con algunos camiones que se habían quedado encajados al intentar sortear la curva. Cuando por fin lograban superarla a veces se les paraba el motor en su intento por remontar los tramos empinados con los que se encuentran. Los pueblos seguían empleando la chapa ondulada para sus tejados y algunas poblaciones habían incorporado modernos bloques de vivienda... de hormigón que se caían a cachos. Por el campo, las piaras de cerdos no paraban de comer frenéticamente.

En Alaverdi, donde acampamos a los pies de las murallas que fortifican su aislada catedral, la tormenta estalló con su máxima fuerza. Rayos, truenos y agua sin fin caían sobre nosotros. La visita de la catedral de Alaverdi, así como las iglesias de Gremi, Shuamta e Ikalto fueron un "baño bautismal" natural de primer orden.

Llegar a David Garedja, un primitivo complejo monástico bastante apartado y solitario fue otra historia.

Emprendimos el camino demasiado tarde y creímos que no sería mucho el tiempo que emplearíamos en alcanzar dicho lugar. Pero la lluvia, los carteles en cirílico y georgiano y la noche no son buenos compañeros de camino. Los poblados desaparecieron, los carteles también desaparecieron, la vegetación se esfumó y el asfalto completamente deteriorado dio paso a una pista donde se alternaba las piedras, los boquetes camuflados por la tromba de agua que seguía cayendo y bifurcaciones que seguíamos por intuición.

La ruta era totalmente solitaria, no encontrábamos a nadie para pedir alguna indicación. El GPS era nuestra garantía para salir de ahí si nos perdíamos totalmente. No solemos viajar de noche pero ya que la climatología nos impedía acampar decidimos seguir avanzando. Así llevábamos tres horas y de pronto, unos enormes perros se cruzan en el camino y se ponen a ladrarnos como locos. Nos detenemos para no arrollarlos.

-Lo que nos faltaba, perros salvajes por las colinas, a ver quien acampa ahora. -Me dice Marián. Casi no la oigo de lo fuerte que eran los ladridos.

-A que todavía nos toca dormir en los asientos. -Le contesto mientras veo de cerca, a través de la ventana, las dentaduras de los descomunales canes.

Pero, afortunadamente, los dos estábamos equivocados. Una figura humana surge de la nada, abriéndose paso entre la oscuridad y la niebla. Los perros se callan. Los bandidos no se mueven con perros -sus ladridos intempestivos podrían delatar su presencia- así que tenía que ser un lugareño. Con los faros vemos su cara de asombro, lástima que el no pudiese ver nuestras caras de alegría. Bajo la ventanilla, nos da la mano muy cordialmente y nos pregunta si hablamos georgiano o ruso. ¡El maldito problema de siempre, el idioma! Le hacemos entender que no. Y nos pregunta acto seguido si hablamos alemán. Al final vamos a tener suerte, yo hablo algo de alemán. Él también por un trabajo de 6 meses que tuvo en Alemania Oriental, antes de la unificación. ¡Nos podemos comunicar! Yo creo que las mayores alegrías de una expedición de estas características es cuando nos podemos comunicar con la población local. Con la comunicación vivimos la ruta, sin ella no seríamos sino simples espectadores.

-¿Adónde van? .- Nos pregunta, tras identificarse como el encargado del centro sismológico de esta zona. Desde luego no salimos de nuestro asombro.

-Intentamos llegar al monasterio de David Garedja. -Le contesto.

-Pues está a 100 m. delante de nosotros. -Me dice mientras yo no doy crédito a lo que acaba de decir. ¡Habíamos llegado casi a ciegas, guiados por la intuición cada vez que aparecía un cruce de pistas en la oscuridad!

-¿Podríamos acampar por aquí? -Pregunto.

-¿Lloviendo y con este frío? Lo mejor es que vengáis conmigo al centro, allí podéis dormir sin problema, hay camas de sobra. -Nos propone, con la hospitalidad que llevan todos los georgianos en su sangre.

Aceptamos gustosos y vamos juntos a bordo de nuestro todo terreno. Estaba un poco apartado de la pista y no se veía, en el camino nos explica cómo aprendió el alemán, que en el centro está solo al cargo de los aparatos de medición, que su turno dura 15 días y le vienen a relevar, y cosas de su vida.

Llegamos al centro sismológico. Se trata de un enorme caserón de tres plantas que los rusos abrieron hace 10 años en este singular paraje y que abandonaron a su suerte tras la independencia. Tiene todo el aspecto de un edificio fantasma pero permanece en activo.

Elías, que así se llama, nos abrió la puerta, nos llevó a la cocina-comedor y sacó el vodka como muestra de bienvenida. Le explicamos lo de nuestra "úlcera" y entonces nos invitó a un té para tomar algo caliente antes de irnos a dormir.

Por fin a la una y media de la madrugada dimos con nuestros cuerpos en una cama. En una habitación del tercer piso, de un caserón que parecía la casa de Norman Bates en Psicosis, pasamos la noche. Y para los que les gusten los números diremos que no tocábamos una cama desde que estuvimos en el oasis de Siwa, en Egipto. ¿De eso hace ...?

Un nuevo día permitió ver las cosas más claras a pesar de amanecer nuevamente encapotado. El entorno era realmente desértico con una desaparición absoluta de la frondosa vegetación que hasta ayer nos acompañaba. Un baile de estratos que combinada tonos violetas, rosados y grises se extendía a nuestro alrededor sobre los abruptos desniveles rocosos que nos rodeaban. Chapoteando en el barro, y con la compañía de Elías, nos acercamos a las cuevas excavadas por unos monjes en el siglo VI. Poco más de media docena de monjes siguen habitando las cuevas que comenzaban a cerrarse de forma sencilla con puertas y ventanas, para protegerse del frío, del viento y en ocasiones como ahora, de la lluvia. Una lluvia que según Elías, si cae, es como mucho en un par de ocasiones al año, porque nos recuerda que es una zona desértica y "aquí pueden pasar años sin llover". ¡Menuda suerte tenemos!, hemos venido en los únicos días que ha llovido este año.

LA SOMBRA DE LA NOSTALGIA

El camino hacia la capital sigue deslizándose sobre una pista de fango y piedras que para colmo nos sorprende con un control militar, la frontera de Azerbayán está muy cerca y todo el área está controlada por el ejército. Son vecinos amigos pero en todas estas repúblicas todos son amigos... hasta que dejan de serlo y empieza una guerra. Los militares son más honrados, verifican nuestros pasaportes y visados, nos piden que llevemos a un soldado de paquete hasta Tbilisi. No hay inconveniente, le instalamos en el pequeño transportín que tenemos atrás.

Los barrios de extrarradio de Tbilisi son sencillamente horribles bloques de viviendas sociales grises, con chapas que tapan las terrazas y desconchones y manchas de humedad que se multiplican por las fachadas.

Pero al llegar a la capital todo cambia. Aunque el mantenimiento es flojo, la ciudad de Tbilisi resulta atractiva encajada en una garganta y rodeada por montañas recubiertas totalmente de un espeso bosque. Iglesias que se asoman entre los tejados, un castillo en la colina más alta, amplios jardines, viejas mansiones con enormes balconadas de madera y pintados de vivos colores embellecen la ciudad junto a otros voluminosos edificios neoclásicos. Y por supuesto no faltan los enormes y robustos inmuebles soviéticos y las enormes estatuas propagandísticas de los vigorosos hombres y mujeres del proletariado que parece que se van a comer el mundo.

La gente es amable y predispuesta a echar una mano siempre que pedimos ayuda para encontrar un lugar o una calle, eso sí, siempre nos dicen que hagamos el "stop" hasta en los "ceda el paso" más solitarios, que a la policía le "encantan" los extranjeros. ¡Que cruz! Todo fue bien a excepción del regreso, cuando encontramos a un grupo de jóvenes subidos al parachoques trasero del todo terreno e intentando descinchar los bidones de gasoil que llevamos en la baca. Un grito, se echaron a correr y todo volvió al orden.

Al atardecer subimos a la fortaleza de Narikhala que corona la ciudad. Las vistas son sublimes: el río Mtkvari que parte la ciudad en dos, los campanarios de las iglesias que asoman por la ciudad como los mástiles de un barco, manchas de verdor de sus numerosos jardines, las luces destellantes de los edificios y del tráfico que no cesa de circular.

Un alto y barbudo sacerdote ortodoxo cierra las puertas de la novísima iglesia, erigida hace diez años sobre los cimientos de su anciana antecesora que allí se elevó en el s.V. Resultó que hablaba inglés y tras las presentaciones y charlar un rato con él, se nos ocurrió pedirle permiso para acampar allí mismo. La propuesta le pilló de sorpresa y tras consultarlo con el guarda que se aloja en una pequeña casa dentro de las murallas de la fortaleza, nos permitieron quedarnos.

No nos lo podemos creer, pasaremos nuestra última noche en Georgia dentro de las murallas de su histórica fortaleza. Tras una sonora y abundante tormenta que despejó el cielo, echamos un vistazo desde tan privilegiado enclave a la ciudad y vemos como poco a poco se van apagando sus luces a la espera de un nuevo día y para nosotros de un nuevo e inquietante país por conocer: Armenia.

Resto de crónicas de la ruta

Acerca de los expedicionarios

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Te presentamos a tus compañeros de viaje

Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.