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Crónica 6,

El bosque sagrado (Costa de Marfil)

Ruta : Reinos Perdidos de Africa | País : Costa de Marfil

Costa de Marfil no ha sido nunca cuna de grandes reinos ni imperios como Mali o Burkina Faso. Ni tampoco las etnias que conviven en sus tierras son autóctonas, sino que proceden de sus países vecinos.

Éste es el caso de los senufos, que provenientes del sur de Mali, se establecieron sin necesidad de combatir en la sabana que ocupa todo el norte de la actual Costa de Marfil y que antaño la cubría una selva inhabitada que convirtieron en su bosque sagrado.

EL PAÍS SENUFO

Abandonamos Burkina Faso con los vivos recuerdos del País Lobi, vivencias e imágenes difíciles de borrar pero con el deseo y la ilusión de conocer un nuevo universo. Nuestra intención inmediata es llegar hasta el corazón del País Senufo para poder redescubrir una nueva comunidad cargada de tradiciones y ritos tan nuevos para nosotros como tan antiguos para sus herederos, que con el paso de los siglos aun mantienen vivas sus costumbres. Y sin más dilación cruzamos la frontera que no nos retuvo más de lo imprescindible.

Con un trato correcto, un simple chequeo de los pasaportes y documentos del Mitsubishi Montero y un caluroso "bienvenue" pisamos un nuevo país. Las mezquitas de estilo sudanés siguen acompañándonos en los márgenes de la carretera pero cada vez resulta más difícil vislumbrarlas. La población elige los bosques para establecerse y los poblados quedan camuflados.

En el horizonte empieza a distinguirse el perfil de gigantescos árboles que antes conformaban una intrincada jungla pero que hoy en día son unos esporádicos retazos de vegetación ancestral. Nos situamos en Korhogo, capital del país Senufo, un lugar idóneo para comenzar a penetrar en una dimensión de reposada y experimentada tradición. Los senufos, asentados en esta zona desde hace más de siete siglos desarrollan una vida tranquila y apacible. Sus trabajos artesanales son reconocidos en toda África Occidental y cada poblado desarrolla con gran maestría una única y propia especialidad.

Su calidad y tradición en la ejecución se manifiesta en cada trazo y tejedores, herreros, pintores, ebanistas, ceramistas... cautivan a los viajeros, africanos u occidentales, que observan su elaboración y el brillante resultado final del genuino e inconfundible talento africano.

"PORO", SOCIEDAD SECRETA

Los senufos, que han logrado conservar una organización basada en la igualdad y en la autonomía de cada comunidad, no sintieron la necesidad de organizarse en reinos, ni de tener un soberano poseedor del poder. Esto evitó la ambición personal o las lamentables guerras de conquistas por la sucesión. Su concepción del mundo y de la educación está dispensada por el "Poro", sociedad iniciatica secreta que constituye la base de su sabiduría y de su estabilidad milenaria proporcionándoles una enseñanza global.

Nos explican que cada aldea senufa cuenta con un "bosque sagrado", vestigios del gran bosque que antaño cubría completamente Costa de Marfil. Es en este bosque donde se realiza la iniciación en las regiones animistas, es decir, a los jóvenes se les permite entrar en los misterios y tradiciones del grupo que no deben revelar jamás a los no iniciados. Tienen que demostrar una serie de virtudes consideradas fundamentales: perder algo de individualidad en beneficio de la comunidad, tener discreción, valentía, ser sinceros, resistencia física y moral, el control de sí mismos, etc.

Pero conviviendo con ellos durante días, conversando sobre sus costumbres y tradiciones que ellos mismos nos relatan, comprobamos como los más jóvenes poco a poco, desgraciadamente, son más reticentes a la hora de aceptar las imposiciones del Poro. Pues los más viejos tienen la ventaja de que gracias al Poro los jóvenes están obligados a realizar durante siete años un auténtico servicio cívico en beneficio de lo ancianos, consistente en asegurar a éstos un trabajo que ya les es imposible de ejecutar.

ALDEAS DE TRADICIÓN

Por una artería de la carretera que conduce al oeste del país llegamos al pueblo de Waraniéné. Como en casi todos los pueblos, el barrio de los artesanos se halla a la entrada. El panorama es espectacular, decenas de hombres hilan con unas rústicas máquinas sin apartar la vista de su trabajo, mientras las mujeres cosen y bordan las telas, resultado de la producción masculina. La presencia de extraños a su alrededor, observando como ejecutan su delicado trabajo, no les inmuta en absoluto. Finalmente, en los cordeles dispuestos para ello, se exponen los trabajos acabados: vestidos o bubus, manteles, camisas, muñecas.

La novedad en este singular mercado textil es que el regateo no existe, las tarifas están impuestas por la cooperativa y no hay lugar para un tira y afloja de precios. Más allá de Waraniéné, a través de pistas cada vez más deterioradas, aparece el poblado de Koni, la "aldea del metal". Los herreros al igual que los artesanos de Waraniéné disponen de una cooperativa. Inalterable desde hace siglos, de un pozo que en ocasiones llega hasta los 20 m de profundidad, se extrae el mineral que se funde en hornos, semejantes a cabañas, dotado de un agujero por donde sale el humo. Al cabo de 2 semanas el hiero fundido se lleva a las forjas donde se trabaja con ayuda de fuelles rudimentarios y se da la forma definitiva a los objetos de labranza y para el hogar.

Las pistas son como una madeja de lana donde todas se van entrelazando, pero poco a poco los poblados senufos van emergiendo en los márgenes de la sabana y nos desvelan sus especialidades artesanales. Fakaha, poseedora de las telas decoradas más reputadas de Costa de Marfil; Katia, de hilanderos; Takpalakaha, con sus finos alfareros;... Ver sus exposiciones es como visitar un museo y su modo de trabajar como un paseo por el pasado.

LA CASA DE LOS FETICHES

Pero el poblado más impactante por su arquitectura y grado de conservación es Niofouin, donde la histórica arquitectura senufa se halla completamente intacta. Sus hogares construidos en barro y con techumbre de paja, al igual que los graneros de mijo análogos, han conservado su tradicional forma redonda y forman pequeños recintos familiares al unir sus pequeños hogares mediante muros del mismo material. De pronto el tiempo parece haber retrocedido aún más.

El único síntoma del contacto con los extranjeros es su obsesiva ansiedad por pedir y pedir sin cesar "cadeau" (regalos) a los intrusos que simplemente queremos conocer su forma de vida. Pero ya conocemos el procedimiento para visitar el lugar sin problemas, hemos de dirigirnos al jefe del poblado, el señor de más edad, y pedirle autorización para recorrer la aldea. Tras un pequeño donativo el anciano nos asigna un jovencito de unos 12 años que nos conducirá por las calles de Niofouin.

Después de recorrer una senda de graneros de mijo desembocamos en la plaza sobre la cual giran los actos oficiales, el gran motor de la vida tribal, donde se halla la protagonista de la vida animista: la casa-fetiche. La sobrecogedora cabaña circular de gigantesca techumbre escalonada está recubierta en todo su perímetro con bajorrelieves que simbolizan reptiles u otros animales temidos, seres humanos con alguna enfermedad y representaciones de demonios a los que deben vencer. De sus paredes aparecen colgados decenas de collares y cráneos de perros o pequeños animales domésticos que fueron sacrificados para pedir algún tipo de bien social o individual.

Casi adyacente, como si se tratase de la sombra de la casa-fetiche, se encuentra el segundo gran edificio "social" de los senufos: el "tribunal" -"la casa de las reuniones"-, donde el consejo de ancianos se reúne para tomar decisiones. A pesar del poder del jefe, el más venerable anciano, existe un tribunal para evitar que se exceda en sus funciones o cometa imprudencias. Al final de nuestro recorrido nos vemos literalmente rodeados por más de medio centenar de entusiasmados niños, pero nuestro simpático amigo consigue apaciguarlos y nos despedimos agradecidos de esta bella aldea.

El País Senufo nos mostró que su forma de ser y de vivir responde a unas tradiciones arraigadas desde hace muchos siglos que les han evitado enfrentarse entre ellos mismos y a conservar su integridad en beneficio de la comunidad, confiamos que la "modernidad" y la desidia no acaben con ellas.

LA CIUDAD DE LAS DIECIOCHO MONTAÑAS

Pero desde las pistas del País Senufo hasta las pistas montañosas de Man podemos disfrutar de un magnífico asfalto que tras dejar atrás la moderna e impersonal zona de Odienné nos hace cruzar la tierra de los pueblos Maous. Aldeas como Godofumo, Silacoro y Zala representan unos de los pocos ejemplos casi perfectos de pueblos tradicionales, con cabañas redondas de barro y techumbre de paja, donde las mujeres siguen luciendo un característico peinado consistente en una caracola de su propio pelo que cubre la oreja.

La naturaleza sigue sufriendo la metamorfosis propia de este gran continente, la sabana arbustiva va desapareciendo y la jungla nos extiende su verde alfombra hasta llegar a la zona montañosa de Man. La ciudad de Man no tiene ningún interés, sin forma, sin estilo, con la habitual mezcolanza de las ciudades con pretensiones occidentales. Pero está ubicada en el más bello lugar de la zona, en medio de exuberantes verdes colinas, rodeado de dieciocho montañas de formas extraordinariamente diversas. Son los alrededores de Man los que hace que merezca la pena haber ido con nuestro Montero hasta casi la frontera de Guinea.

Fuera del asfalto -¡y nunca en la época de lluvias!- disfrutaremos de pueblos dispersos por la selva o de aldeas encaramadas a auténticas atalayas rocosas. El avance siempre es lento por el desastroso estado de las pistas, en la jungla los surcos de las torrenciales aguas a veces nos obligan a rellenar zanjas con tierra o a cavar para transformar un escalón en rampa. Y en las montañas, el transporte manual de piedras suplía a la pala para poder hacer transitable algunas zonas donde era evidente que pocas veces son cruzadas por vehículos a motor. Tan sólo la preocupación de no rajar las pésimas ruedas que calzamos nos impide la plena concentración en nuestro maravilloso entorno.

EL VATICANO DE ÁFRICA

Deseosos de reencontrarnos de nuevo con el mar, en el Golfo de Guinea, hemos de cruzar la impersonal y joven capital del país, Yamousoukro. Antes de entrar en la ciudad, desgarrando el verde tapiz esmeralda que forma la vegetación, emerge una gigantesca cúpula gris. Es la coronación de la Basílica de Notre Dame de la Paix, hermana en dimensión y diseño a la de San Pedro de Roma. Después de las mezquitas sudanesas y de las casas-fetiches animistas es desconcertante observar este monumental edificio.

Completamente solitaria en medio de una infinita llanura verde, sólo está abierta al público tres días a la semana durante unas pocas horas. Es difícil imaginar congregados a los 300.000 feligreses que puede albergar entre sus muros. Seguimos avanzando por la ciudad y los árboles desaparecen, como elementos malditos parecen desterrados en los alrededores de la joven capital. Construida a partir de 1960, sobre la antigua aldea que vio nacer al presidente Houphouët-Boigny, no es más que una vasta planicie de cemento sin árboles que regalen su generosa y reconfortante sombra mientras paseamos por sus largos y anchos bulevares.

LA CIUDAD DE LA LAGUNA

La carretera que nos despide de Yamousoukro y nos conduce a la costa también nos hace sentir en el s. XX y su red de comunicaciones son otro detalle que nos revela que el desarrollo y riqueza de Costa de Marfil es superior al de sus países vecinos. Sesenta kilómetros sobre el perfecto asfalto de la nacional y 120 km de moderna autopista que surca una frondísima jungla nos lleva hasta el Golfo de Guinea.

Y entramos en Abidjan, la ciudad nos recibe con un calor que se acentúa por la desagradable humedad que caracteriza a la costa, no en vano la humedad y los mosquitos que tuvimos que soportar las pasadas noches en nuestra acampadas nocturnas en la selva, no eran más que un preludio de la pesadez de la atmósfera de este húmedo clima atlántico ecuatorial. La laguna de Abidjan no se vio conectada con el océano hasta que en 1951 los franceses abrieron el canal de Vridi, proporcionando a la ciudad un excelente puerto que le permitió desarrollarse y que transformó aquella tranquila aldea del pasado en una rica y superpoblada capital.

Esta ciudad gigantesca no es fácil de conocer y a veces resulta exasperante por su afán de parecerse al mundo occidental, pero a pesar de tantos rascacielos conserva un profundo carácter africano. Pues sus modernas zonas de rascacielos se alternan con barrios y mercados populares. Pero huimos del bullicio de la gran ciudad y acampamos en el pequeño camping "Copa-Cabana" a las afueras de la ciudad, al borde mismo del Golfo de Guinea, donde la pesada humedad del ambiente queda aliviada con la brisa marina. Se encuentra ubicado en la carretera hacia Grand Bassam, el último rincón del país que visitaremos antes de partir para Ghana.

PASADO COLONIAL

Como un comité de bienvenida a las puertas de Grand Bassam, dos infinitas hileras de tenderetes de una gigantesca y completa exposición de artesanía africana se extienden a ambos lados de la carretera durante más de un kilómetro. Tras la visita a este "museo" al aire libre vamos directamente a la estrecha franja de tierra entre la laguna y el océano, ahora llamada "casco viejo" y donde establecieron su capital los primeros colonizadores franceses. Pero dos epidemias sucesivas de fiebre amarilla, allá por el año 1899, provocó la huida de los franceses hacia Bingerville.

La posterior construcción de un puerto la llenó de nuevo de vida, erigiéndose elegantes y grandes edificios por todas partes. Pero esta edad dorada concluyó finalmente en 1931 cuando los franceses construyeron otro muelle en Abidjan.

Hoy en día la mayoría de la gente vive en la Nueva Bassam, ubicada en el continente y sin ningún interés. Es en el antiguo barrio francés donde nos encontramos numerosas mansiones de estilo colonial, todas ellas impregnadas de un amargo y melancólico encanto. Tan sólo el Palacio del Gobernador y el Ayuntamiento han sido restaurados.El elegante edificio de Correos, la Aduana, los ornamentados almacenes y las numerosas mansiones de dos pisos con refinadas terrazas desfilan antes nuestros ojos pero en un lamentable estado de abandono y deterioro.

La voraz e insaciable vegetación costera puede aquí dar rienda suelta a sus instintos y engullir sin piedad los edificios que antaño eran el orgullo del África Occidental colonial. Parece que los legítimos dueños de estas tierras han cedido su venganza al inexorable paso del tiempo que será el que borre, al menos físicamente, un capítulo de la historia que nunca desearon interpretar.

En Costa de Marfil hemos tenido la oportunidad de viajar desde las tierras del norte del país con los ritos y tradiciones más genuinas del pueblo senufo hasta el pasado colonial en el sur, condenado al olvido a orillas del mar. Un largo y cálido paseo por la historia de las civilizaciones que en África tiene muy distintas facetas, a veces trae desarrollo pero otras tristeza y desolación, como en el caso de nuestra siguiente etapa: Ghana, la Costa de los Esclavos.

Resto de crónicas de la ruta

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Vicente Plédel y Marián Ocaña son dos aventureros ceutíes con una prestigiosa trayectoria de rutas de exploración a través del mundo y entre los dos cubren todos los aspectos que requiere una expedición.