Tras las Huellas de la Reina de Saba
Autores: Vicente
Plédel, Marián Ocaña y Javier Jayme.
Editado por Grupo Gráfico GSF.
Prohibida la reproducción total o parcial.
Copyright © 2.003 Grupo Gráfico GSF - PANGEA Expediciones.
CAPÍTULO XIV
B I L Q I S
Nos dirigimos hacia
el noreste, como si retornáramos a la nueva Marib. Claro que no era ésa
nuestra intención. Aquí y allá íbamos descubriendo montículos de arena y
grava que nos causaban extrañeza. Al ser preguntado, Abdul nos aseguró que la
mayoría cobijaba ruinas de antiguas mansiones sabeas; fuera cierto o no, se
evidenciaba, una vez más, que desde el punto de vista arqueológico la zona
está casi íntegramente por explorar.
Torcimos a la derecha para cruzar a la orilla sur del
wadi Dhana. Dos kilómetros después, un nuevo giro -éste a la izquierda- nos
condujo a nuestro siguiente objetivo. Casi sepultados por la arena de las
dunas y rodeados por alambradas de espinos, numerosos restos de los templos
capitalinos del reino de Saba pugnaban por llamar nuestra atención. No era
mucho lo que se podía contemplar de ninguno de ellos; tampoco del que
buscábamos, aunque sabíamos que lo que éste ofrecía a la vista era algo más
llamativo que simples cimientos o piedras sillares. Localizamos otros
vestigios a unos pocos centenares de metros al oeste. Mirando los restos
oímos a nuestra espalda la voz de Abdul: "Bilqis Palace".
Allí estaban, alzando sus esbelteces hacia el cielo como
dedos rígidos y suplicantes. Las ocho pilastras ilesas, de otros tantos
metros de altura, perfectamente alineadas, muy juntas y a la misma distancia
unas de otras, clamaban a coro ante nuestros ojos contra su penosa soledad,
como si fueran conscientes de ser lo único que queda en pie del gran templo
dedicado a Almaqah, el dios de la Luna. A su lado -restos igualmente del
peristilo derruido-, un número algo mayor de columnas de fuste más delgado,
rotas todas ellas más o menos a un tercio de su altura original, se
distribuían en completo desorden dibujando los contornos de un apreciable
recinto oval. Una luz nítida, libre de calimas por la hora vespertina,
destacaba sus perfiles con crudeza, mientras el color de la arena se fundía
con el suyo propio en un solo matiz ocre anaranjado, ciertamente cálido y
vigoroso.
No nos cabía duda de que aquellas sólidas pilastras,
único resto arquitectónico claramente visible sobre las arenas que nos
rodeaban, habían sido testigos de grandes acontecimientos en los tiempos
paganos del reino de Saba. Tras escuchar miles de veces las oraciones de los
"mukarribs" (príncipes-sacerdotes) y presenciar parecido número de
ceremonias religiosas dentro del culto al agua, de la cual dependía la vida
de los habitantes del desierto, las ocho grandes columnas y su cortejo de
pilares truncados sobreviven hoy para arrastrar una existencia melancólica,
privadas de lujos, de fastos y de la presencia de las multitudes.
En sus
orígenes, el santuario de Almaqah se conocía con el nombre de Awwan. Los
yemenitas actuales prefieren denominarlo Mahram Bilqis, el templo de Bilqis.
Pero la augusta reina de los sabeos nunca oró en él, ya que la construcción
del monumento se remonta, como mucho, al año 800 a.C.
Conduciendo
nuestras monturas, volvimos grupas hacia el suroeste. Llevábamos recorridos
cuatro kilómetros desde el templo de la Luna cuando vimos emerger de la arena
otras cinco pilastras completas de parecidas características -una sexta,
perteneciente al conjunto, está truncada, también a un tercio de su altura-,
restos del propileo de otro monumento de oscura identidad. ¿Templo? ¿Palacio?
Hasta hoy, no se han realizado excavaciones en este recinto y la duda
permanece, pero tradiciones y fábulas aseguran que aquí se hallaba el salón
del trono de la reina de Saba.
Así lo cree
también la población local, que se refiere a estos vestigios con el nombre de
Arsh Bilqis (Trono de Bilqis). ¿Se aposentó aquí alguna vez la inescrutable
soberana? Mientras la leyenda transige con cualquier hipótesis, la ciencia -a
falta de pruebas concluyentes- continúa exhibiendo su profundo escepticismo.
Entretanto, cualquiera que sea la verdad, en el Trono de Bilqis se sientan
habitualmente unos inquilinos inesperados: los niños.
O se
sentaban, ya que estas ruinas han sido aisladas recientemente y puestas fuera
del alcance del público. En vista de lo cual, los chiquillos han desplazado
sus exhibiciones trepadoras al cercano templo de la Luna. La proximidad entre
las columnas, dejando un hueco como el de una chimenea entre cada dos contiguas, propicia,
ciertamente, el desarrollo de sus habilidades. Utilizando las técnicas de
escalada de modo instintivo (oposición espalda-rodilla o espalda-pie, según
la estatura de cada cual), los pequeños acróbatas superan sin esfuerzo las
lisas verticalidades y, una vez arriba, se acomodan tranquilamente sobre
cualquiera de las pilastras con las piernas colgando sobre el vacío, a
refocilarse de su hazaña, cuando no se entretienen en dar saltos poco menos
que escalofriantes de una a otra, a ocho metros del suelo.
Atraídos por la severa elegancia del
conjunto, Marián y yo nos acercamos todo lo que pudimos a las pilastras
supervivientes, buscando algo que no acertábamos a definir, un secreto oculto
más allá de su geométrica sencillez y de la austeridad de sus líneas. En
aquellos instantes, el sol poniente estiraba las sombras, haciéndolas más
largas que los objetos. Tras las columnas, el enrejado de oscuridades era ya
una presencia más vasta que ellas mismas y parecía arrastrarlas hacia sí,
como si quisiera englobarlas en su seno profundo e insondable, decidido a
disolver su realidad.
-El
Trono de Bilqis -musitó Marián.
- Sí
-concordé.
No
necesitábamos decir más. Mi voz, como la suya, carecía de inflexiones, porque
las palabras no podían traducir nuestros sentimientos. El silencio pesaba y
expresaba más que ellas.
"El
Trono de Bilqis", se había limitado a pronunciar Marián. Ése era el
nombre, seis letras que lo abarcaban todo. Poco importaba que las sombras
ganaran la batalla, que Bilqis burlara siempre la realidad, escurriéndose de
cualquier intento de ubicarla, de definirla o de apoderarse de su misterio.
"No soy una mujer, soy un mundo". Plena de intensidad, la frase
-puesta por Flaubert en sus labios- me atravesó el pensamiento como un
relámpago. Era Bilqis, en efecto, quien había alumbrado nuestro sueño; Bilqis
nos había llevado a concebir un proyecto, a ponerlo en marcha y a desarrollar
esta nueva experiencia extraordinaria en nuestras vidas; y Bilqis nos había
traído hasta aquí para que pudiéramos reconocerla de alguna manera, para que
tuviéramos nuestro propio santuario físico donde venerar su indescifrable
recuerdo.
Alcé la vista y reseguí con la mirada, de abajo hacia
arriba, las cinco columnas iguales. Los pulidos fustes, con sus líneas puras
y sin adornos; los capiteles, indistinguibles de aquéllos salvo por sus
ligeras acanaladuras esculpidas, a modo de triglifos horizontales; el
exquisito acabado de todo el conjunto, hermético en cuanto a sus orígenes.
Finura, seducción y misterio: la imagen universal de Bilqis en la memoria
colectiva de los hombres.
¿Se había sentado ella allí, en el que dicen que fue su
trono? Algún día, quizá, la ciencia se pronunciará al respecto, afirmando o
negando la cuestión. La verdad histórica, sin embargo, ya no me inquietaba,
había quedado relegada a un segundo plano. Tenía mi propia respuesta y eso
era lo único que podía importarme.
-¿Nos vamos? -Marián me cogió la mano.
-Sí -concedí- ¿La has sentido?
Ella
se tocó el pecho con la mano que le quedaba libre.
-Todo me lo llevo aquí -me respondió, dándose golpecitos
sobre el corazón.
Nos dirigimos a paso normal hacia los vehículos, sin
volver la vista atrás una sola vez.
Marib,
al fin. La vieja y soñada Marib. Aupada sobre su ancha colina de sedimentos
arcillosos, nos recibió con el rostro maquillado de luces del poniente y
sombras del ayer. Las ruinas actualmente visibles cubren un área de un
kilómetro cuadrado en esta cima de escasa altura, casi plana y en forma de
óvalo.
Si la mayoría de las casas se halla a medio desmoronar
no es sólo por causa de la intemperie. Durante la guerra civil comenzada en
1962, las tropas leales al imán Al Badr utilizaron la ciudad como fortaleza y
la aviación egipcia, que apoyaba a los republicanos, bombardeó la plaza, lo
que obligó a los civiles a buscar abrigo en la nueva Marib. Terminada la
contienda, con sus hogares reducidos a escombros, muchos de ellos decidieron
no regresar. Salvo excepciones, el conjunto de construcciones de adobe no ha
recibido después los cuidados suficientes para asegurar su mantenimiento y en
la actualidad se cuentan con los dedos de una mano las familias que
permanecen aquí. La impresión general que ofrece la vieja Marib al que la
visita es la de un total abandono. De no ser por los balidos de las cabras,
que ponen una nota de animación en el ambiente y por la inevitable
chiquillería que sale a tu encuentro dispuesta a servirte de guía, pensarías
sin remedio que estás ante una ciudad muerta.
Nos aproximamos con los vehículos a la base de las
arenosas laderas, tendidas con uniforme y suave inclinación desde los bordes
de las ruinas hacia la llanura desértica. La casas, por encima de nosotros,
eran desgarraduras de adobe y piedra dibujadas sobre el cielo. Resultaba un
espectáculo impresionante, no menos que fantasmagórico. Rascacielos a medio
desmoronar, edificios añejos arrastrando afanes marchitos y estériles
vanidades, ventanas como cuencas vacías, igual que ojos carcomidos por el
tiempo, paredes y muros en amasijos indiferenciados, calles retorcidas como
intestinos, rezumando oscuridades, torres con siglos de silencios atrapados,
inmovilidades de sepulcro e imágenes propias de un mundo de alucinaciones y
trasgos.
Quizá
los hubiera. Me refiero a los trasgos. Después de todo, en aquel escenario no
habrían resultado impropios. Se respiraba allí cierto aire de fantasía, muy
del gusto de los primeros poetas románticos. Éstos, que huían de lo cotidiano
y de lo vulgar, añoraban la tradición espiritual de la Edad Media tanto como
amaban los parajes exóticos y las ruinas melancólicas, de las que la vieja
Marib constituye un arquetipo insuperable. Si Byron inmortalizó en sus poemas
la España pintoresca, llena de recuerdos árabes, ¿qué no habría logrado su
pluma con una auténtica ciudad de Las Mil y Una Noches, remota, hermosa y
medieval?
Porque,
apartando ofuscaciones y ensueños, eso era lo que estábamos contemplando: los
restos de una urbe construida en tiempos medievales. Los de la primitiva
Marib, la que fuera capital del reino de Saba y la metrópoli más famosa del
antiguo Yemen, no son visibles; yacen bajo estas casas arruinadas, esperando
que la piqueta del arqueólogo los saque a la luz algún día, removiéndolos de
su tumba en el subsuelo de la colina.
Lo demás hay que imaginarlo. Y eso fue lo que intenté.
Imaginarme las tierras verdes con los frescos palmerales alrededor de la
colina y, sobre esta última, las sólidas murallas y los centinelas en las
almenas. Luego, las construcciones internas. Un gran templo, otros menores,
un palacio, edificios nobles, casas sencillas, un enorme mercado para
adquirir los productos traídos por las caravanas, almacenes, alojamientos
para los viajeros y sus camellos y, sobre todo, agua y sombra abundantes. Por
último, me figuré algo sobre su ambiente y sus fastos: embajadores
provenientes de todas las partes del mundo, lujos, elegancia, belleza,
refinamientos... ¿Qué había sido de todo aquello?
Fantasmas
simbólicos, fantasías románticas y, para concluir, ficciones nostálgicas. Eso
era todo lo que habíamos podido obtener allí, todo lo que nos cabía esperar.
La vieja capital de los sabeos no daba más de sí y nuestro día tampoco. Se
había terminado nuestra excursión en busca de las huellas de Bilqis. El sol,
ascua moribunda sobre el horizonte, caminaba hacia su inminente ocaso, en una
alegoría directa al inevitable destino final de todo lo creado.
CAPÍTULO XV
LOS
ABRAZOS DEL DESIERTO
De vuelta a la Marib moderna, Abdul
nos llevó a conocer al beduino que habría de acompañarnos en calidad de guía
y "padrino" durante la próxima jornada. Mubarak -así se llamaba-
era hombre de pocas palabras y aun esas pocas sólo sabía decirlas en árabe.
Sus ojos eran como los de un halcón; tenían una mirada penetrante, nunca supe
si congénita o adquirida a base de practicar su oficio de sondear las
profundidades del desierto. Porque en eso consistía nuestro plan: en cruzar
las arenas a la brava para caer directamente sobre el valle de Hadramaut; una
aventura en la que aquel beduino podía embarcarse con los ojos cerrados, tras
haberla realizado un sinfín de veces.
El resto de la jornada lo dedicamos a hacer los
preparativos necesarios, siempre pensando en partir temprano al día
siguiente. En primer lugar, la adquisición de vituallas. Abdul, con su
"kalashnikov" a cuestas en toda circunstancia, nos condujo al
mercado. Era Marián la que se encargaba del dinero, así como de llevar las
cuentas de la expedición. Cuando aquél descubrió que era la mujer la que
controlaba el dinero, se quedó perplejo. Después, asimilado el hecho, Abdul
se convirtió en su sombra para estos menesteres. Incluso le asoció la
coletilla de "bank", sacando a relucir su sentido del humor. Cada
vez que íbamos en busca de abastecimientos, nuestro inseparable compañero
yemenita le guiñaba un ojo y le decía: "Come with me, Marian-bank"
("Ven conmigo, Marián-banco").
Pese a la hora, encontramos el
lugar bastante animado; o quizá era el momento habitual para hacer la compra
entre aquella gente. Los clientes, todos hombres, iban eligiendo los tomates,
las cebollas, las latas de atún y la fruta con una mano, mientras empleaban
la otra en sujetar su fusil de asalto contra el costado para que no se les
escurriera encima de la mercancía esparcida por los mostradores. Uno no se
sorprende habitualmente ante lo exótico, pero tarda en acostumbrarse a lo
insólito; y, si el mercado de Marib posee bastante de lo primero, todavía
atesora mucho más de lo segundo.
Procedimos después a saciar los estómagos
de nuestras monturas, sin olvidarnos de su provisión extra de doscientos
litros de gasoil en bidones metálicos. Hecho lo cual nos dispusimos a
buscarnos la cena, libres ya de preocupaciones. La única oferta de
restaurantes en Marib, aparte de los que existan en sus escasos hoteles,
consiste en cuchitriles frecuentados por los "pistoleros" de la
"ciudad sin ley". Nos metimos en uno de regulares dimensiones que,
al primer golpe de vista, nos dio toda la sensación de ser una cueva de
bandidos. Impresionaba, sí, pero a la vez nos encantaba, porque añadía una
dimensión por completo diferente a nuestra aventura por tierras de la reina
de Saba. Luis fue feliz cuando descubrió que se le podía hacer una tortilla,
los demás degustamos nuestro menú a base de pollo con especias,
"foul" y arroz frito con vegetales, entretenidos con la algarabía
de los comensales y con su exhibición gratuita de armamento variado; se les
notaba orgullosos de mostrar a los "extranjeros" sus varoniles
artefactos guerreros.
Antes de retirarnos al hotel
decidimos dar un paseo para impregnarnos del ambiente nocturno, desoyendo una
vez más la recomendación de Abdul, preocupado por nuestra integridad física
ante la posibilidad de un incidente con tanto beduino predispuesto a sembrar discordias
como andaba suelto por la población. "Many crazy bedouin",
"mucho beduino loco", nos decía inútilmente. Las tiendas aún
seguían abiertas y Alberto aprovechó para adquirir una "jambiyah"
con su funda y su cinturón, pero al ir a ponérselo se encontró con el
oportuno reproche de Abdul, ya que es contrario a los usos admitidos llevar
la tradicional daga yemenita vistiendo pantalones; ésta debe portarse
solamente con faldones, ya sea la larga "zanna" o la breve
"futah" de algodón. Alberto intentó entonces cumplir con la
costumbre, probándose varias prendas de esa clase, pero no acababa de
encontrarse a gusto dentro de ninguna de ellas. Finalmente optó por guardarse
su "jambiyah" y continuar con nuestro paseo enfundado en su
pantalón de estilo occidental. Luis, por su parte, prefirió algo menos
conflictivo y, puesto que nos dirigíamos al desierto, se contentó con un
"kefiyah" beduino para liárselo por la cabeza.
El hotel "Bilqis" de
Marib era una invitación descarada a la molicie y al "dolce fare
niente". Lamentablemente -¿o debería decir tozudamente?-, nos vimos
obligados a rechazarla, so pena de no decidirnos nunca a atravesar el
desierto, de acuerdo a nuestros planes. Y si a perro flaco todo se le vuelven
pulgas las nuestras se cebaron sobre nuestros relajados cuerpos a las tres y
media de la madrugada a puro timbre de despertador. Maldije la decisión de
levantarnos a estas horas. ¿Pero por qué? ¿Quién nos perseguía? ¿A qué
comenzar a cruzar los arenales hasta el valle de Hadramaut hoy mismo? ¿Y por
qué no mañana, o pasado, o ...?
No había resuelto todavía ninguna
de estas trascendentes cuestiones cuando me encontré desayunando junto a los
demás integrantes de nuestro grupo hacia las cuatro. Cuando el cuerpo se
templó y la vista ya podía enfocar correctamente su entorno, la cabeza
comenzó a funcionar y a justificar este terrible madrugón. Había que partir a
estas horas para encontrarnos las arenas del primer tramo con una buena
consistencia compacta gracias al frío de la noche. Media hora más tarde
estábamos arrancando motores e iniciábamos a oscuras la persecución de la
"pick-up" de Mubarak, el beduino que habíamos contratado en la
"ciudad sin ley" para que nos condujera a salvo por el
"desierto sin gobierno".
Todos los extranjeros que se
aventuran por aquellos parajes pagan por su correspondiente servicio de
"custodia". El sistema repite, en versión moderna, el que regía en
las rutas comerciales hace milenios. Las caravanas se veían obligadas a
satisfacer un peaje en cada uno de los reinos por los que pasaban. El peaje
actual consiste en que tienes derecho a la protección de un clan. Mubarak
representaba nuestra autorización de paso por tierras beduinas, al menos en
teoría. Al viajar en su compañía nos convertíamos en sus protegidos y, de
acuerdo con la ley de las tribus, eso significaba que nadie podía tocarnos.
Cualquier agresión sobre nosotros lo sería a su vez sobre la propia persona
de Mubarak y el código del honor beduino daría pie a su "qabila"
para iniciar venganzas de sangre. A pesar de lo cual, nuestro guía no soltaba
su "kalashnikov" ni para ir a aliviarse el vientre en cualquier
duna a la vera del trayecto, por más inocente que fuera su aspecto.
Al principio, nuestra ruta se
desarrollaba sobre una llanura de arena de horizontes ilimitados. Poco a
poco, el terreno fue llenándose de elevaciones y, antes de que pudiéramos
caer en la cuenta, estábamos conduciendo por un mar de dunas. No resultaban
espectaculares, como las de Argelia o Libia, pero ninguno de nosotros ponía
en duda su austera belleza y su serenidad fuera del tiempo. Aunque, como lo
cortés no quita lo valiente -eso, al menos, es lo que asegura el refrán-, se
revelaron traicioneras más de una vez.
Nuestros 4x4 avanzaban con
rapidez, subiendo y bajando las laderas de aquellos complicados montículos y
algunas con pendientes considerables. Empeñados en tomar referencias de
puntos GPS, hacíamos altos frecuentes. En una de las paradas, uno de los
coches se quedó varado y tuvimos que recurrir a la eslinga enganchada al otro
todo terreno para sacarlo de su inmovilidad a tirones. En una segunda ocasión
fueron los dos vehículos los que se quedaron clavados en las dunas
simultáneamente. Son los abrazos que da el desierto a los que flirteamos con
él.
Zafarnos de esta apasionada muestra de amor
posesivo requirió en esta ocasión medios mayores: las palas y las planchas de
arena. El empleo de este recurso en medio de la nada, a pleno sol y tragando
partículas por todos los poros, puede degenerar en algo más que una broma
pesada. Hay que sacar las palas, cavar bajo las ruedas y bajo la panza,
introducir las planchas bajo las ruedas, probar suerte tras arrancar el motor
y no parar el vehículo hasta "tocar" terreno firme... Pero todo
esto forma parte asimismo de la vicisitudes de una expedición y es así como
hay que aceptarlo.
Llegó
el momento en que Mubarak empezó a desesperarse. Igual que le ocurriera a la
escolta que nos había acompañado en el trayecto de Sana'a a Marib, él tampoco
digería nuestro particular ritmo de marcha. Sencillamente, no le encontraba
sentido a tanta parada. Aquella misma travesía, la realizaba en seis o siete
horas, mientras que nosotros, queriendo registrar con el GPS y con nuestras cámaras
el solitario e insólito recorrido, amenazábamos con establecer un nuevo
récord, pero negativo, en su historial. Le comentó a Abdul que estábamos
locos, que para qué queríamos fotografiar una duna cuando ya habíamos hecho
lo mismo con dos docenas de ellas anteriormente, todas iguales entre sí.
Abdul nos comunicó sus cuitas con cierta sorna; claro que no sabemos lo que
le contestó a Mubarak acerca de nuestra
locura , ya que éste último no podía hacernos confidencias a causa del
idioma.
Abdul había decidido viajar en la
"pick-up" del beduino porque le resultaba más cómodo ir allí que
encaramado en el Montero largo sobre una caja que hacia las veces de asiento,
su plaza habitual. Si nosotros nos deteníamos, ellos nos dejaban a nuestro
aire, continuaban su marcha y nos esperaban más adelante.
Así llegamos al oasis de Shabwa,
de atractivos más bien parcos, donde nos paramos a descansar y a tomar un té
en el aduar de unos beduinos pertenecientes al clan de Mubarak. El alto nos
vino de perlas para inflar las ruedas de nuestros vehículos ya que, según
nuestro guía, el terreno que nos esperaba a partir de aquí iba perdiendo la
arena en beneficio de la roca. En aquélla hay que bajar mucho la presión de
los neumáticos para que agarren mejor y en terreno pedregoso conviene que sea
más alta de lo normal para darles mayor protección contra los pinchazos. De
paso, aprovechamos para repostar combustible echando mano de nuestros propios
bidones de reserva, el consumo es elevadísimo cuándo se avanza sobre arena y se
han de superar frentes de dunas.
El suelo de la "jaima"
(tienda) a la que nos habían invitado estaba enteramente recubierto de
esterillas sobre las cuales se sentaban los hombres que allí había con las
piernas cruzadas a lo árabe. Imitar su postura nos resultaba fatigoso, hasta
que nos ofrecieron a cada uno una especie de cinturón, fuerte y ancho, para
que abrazásemos con él los riñones y las rodillas al alimón. A partir de
entonces notamos que podíamos permanecer sentados cómodamente, sin realizar el
menor esfuerzo para mantener nuestra compostura.
Los trabajos realizados por la
misión arqueológica francesa entre 1974 y 1985 han sacado a la luz las ruinas
de Shabwa aunque no pudieron terminar su trabajo debido a la oposición y
acoso de los beduinos. La antigua capital del reino de Hadramaut tiene unos
orígenes oscuros. Poco o nada se sabe sobre quiénes la fundaron y en qué
fechas; sí, en cambio, que fue lugar de paso de la ruta del Incienso y que a
finales del siglo II de nuestra era fue conquistada por los sabeos, aunque
mantuvo el rango de capital por lo menos hasta la siguiente centuria. Los
griegos conocían su existencia desde el siglo IV a.C., pero fue Plinio el
Viejo el primero en hablar de la ciudad, a la que llama Sabata. "Está
situada sobre una colina alta -nos cuenta el historiador romano-, a ocho días
de marcha desde la región de Sariba, productora de incienso. Tiene sesenta
templos dentro de sus murallas. El incienso llega en camellos hasta ellas y
debe ser introducido en Sabata por una única puerta, señalada al efecto; el
uso de cualquier otra puerta se considera un crimen castigable con la muerte
por real decreto. Luego, los sacerdotes separan el diezmo que corresponde a
su Dios, al que llaman Sabis..."
En la actualidad, Shawba permanece
fuera de toda vía de comunicación importante y está habitada por unas cuantas
familias que sobreviven de la extracción de sal. A sus ruinas sólo se accede
a través de pistas y senderos, pero únicamente es posible ver algunos
fragmentos de sus muros, excavados por los franceses; el resto lo han vuelto
a sepultar las arenas. El gobierno de Sana'a, por otro lado, es incapaz de
controlar a las tribus nómadas del norte de la villa, razón por la cual las
autoridades se muestran muy reticentes a la hora de conceder permisos para
las visitas.
Dejamos atrás el oasis de Shabwa.
Después de avanzar una decena de kilómetros descubrimos un árbol de poderoso
ramaje y decidimos cobijarnos a su sombra para comer. Nos apetecía un menú
ligero, pero sobre todo fresco, para contrarrestar el calor reinante.
Afortunadamente, nos habíamos provisto de lo necesario en el mercado de
Marib; tomates, pimientos, cebollas y un montón de latas de atún. Preparamos
una super-ensalada especial para desiertos, a la que hicimos los debidos
honores, para terminar con un postre a base de plátanos y mandarinas que
fuimos pelando y engullendo con deliberada parsimonia.
Durante el resto de la jornada
fuimos adentrándonos por el lecho seco de un enorme wadi que se encajaba más
y más entre formidables murallas de roca. Aquellas montañas variaban de
tonalidad al lento paso de las horas. La soledad y el silencio añadían
solemnidad a la escena. Todo tenía un aire tan sugerente que nos faltaban
ojos y manos para grabarlo y fotografiarlo. La consecuencia, bastante
funesta, es que se nos echó la noche encima y no nos quedó otro remedio que
terminar la ruta rasgando la oscuridad con las luces de nuestros faros. Y ahí
topamos con algunas dificultades que no figuraban en el programa.
La primera de ellas fue una laguna
de "fech-fech" en la que caímos sin posibilidad de evitarla, como
corderillos camino del matadero. Contra lo que se piensa, la arena del
desierto no es homogénea; de una zona a otra puede presentar texturas muy
diferentes. Y la peor de todas, si hay que rodar sobre ella en un coche, es
el "fech-fech", un polvo de consistencia harinosa extremadamente
fino, que, cuando se levanta del suelo, ni siquiera tiene el peso suficiente
para depositarse como lo haría el usual. Por el contrario: se queda flotando
en el aire durante un tiempo exasperante, entorpeciendo la visibilidad y
colándose por todas partes.
Cuando quisimos darnos cuenta, la
trampa se había cerrado sobre nosotros y nuestras monturas se habían hundido
en el "fech-fech". El desierto no nos quería dejar partir y nos
intentaba retener con el más temible de sus abrazos. Tardamos casi tres
cuartos de hora en liberarlas. Al reanudar la marcha, decidimos que lo mejor
era avanzar con los dos coches en paralelo. De este modo, si surgía otra
trampa de arena cada todo terreno intentaría escapar por su cuenta buscando
el camino más conveniente sin que el otro vehículo le obstruyese el paso. Y
si uno quedaba atrapado de nuevo, el otro podría venir a auxiliarle. Con la
polvareda que se producía y la sola luz de los faros para penetrar la
oscuridad, parecíamos dos locomotoras a vapor dentro de un túnel circulando
sin raíles que las mantengan fijas en su rumbo.
La segunda dificultad fue más bien
un incidente, que a punto estuvo de acabar en serio percance. Quizá el hecho
de conducir por el desierto te hace olvidar a veces que, a pesar de todo,
nunca estás solo, que, por muy lejano que te halles de la civilización,
perdido en medio de un erial inhóspito y de condiciones extremas para la
vida, no se trata necesariamente de un lugar deshabitado y que, donde menos
te lo esperas, salta la liebre... o, en el caso que nos ocupa, el camello. A
falta de uno, los nuestros fueron dos. Seguramente pacían o dormitaban
tranquilos cuando el ruido de nuestros coches les sobresaltó. El problema fue
que sólo pude verlos cuando penetraron en el haz luminoso proyectado por mis
faros y, en ese instante, ya venían corriendo a nuestro encuentro, asustados
e hipnotizados por las luces como un par de insectos gigantescos, en
inevitable ruta de colisión.
Alcancé a dar el volantazo
prácticamente "in extremis", desviando el morro de la trayectoria y
cruzando el todo terreno para que el deslizamiento lateral en la arena
frenase casi en seco su marcha. Hubo suerte. Los despavoridos cuadrúpedos,
rebasando mi vehículo, perdieron de vista el centelleo deslumbrador que a
poco nos cuesta un impacto frontal de consecuencias imprevisibles y,
momentáneamente ciegos, disminuyeron su carrera, mientras la situación, por
nuestra parte, se resolvía en un derrapaje y un bufido de alivio al comprobar
que el peligro había pasado y estábamos indemnes.
Salimos a la pista dura bien
entrada la noche y, alrededor de una hora después, llegamos a la villa de Al
Hawta para alojarnos en el hotel homónimo, un antiguo palacio de varios
pabellones, recientemente restaurado. No le faltaba ni un detalle; puertas
antiguas, ventanas con orla de fina marquetería, encalados en blanco,
exteriores ajardinados y sensación de lujo oriental espolvoreado por todos
los rincones. En cuanto a las habitaciones, más de lo mismo. Su mobiliario
era escaso y chapado a la antigua, pero su misma sobriedad aumentaba el
efecto de elegancia y distinción que producían los amplios sofás con sus
mullidos almohadones.
Un
final amable e imprevisto, pródigo en contrastes con la dura travesía que
acabábamos de realizar a través de las tórridas arenas del desierto.
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